Reforma universitaria y revolución


Che Guevara
Reforma universitaria y revolución
17 de octubre de 1959

Estimados compañeros, buenas noches,
Tengo que pedir disculpas al calificado público asistente por la demora en la iniciación de este acto, que es culpa mía y del tiempo que ha estado muy mal en todo el camino, y hemos tenido que parar en Bayamo.
Es muy interesante para mí venir a hablar de uno de los problemas que ha tocado más de cerca a las juventudes estudiosas de todo el mundo; venir a hablar aquí, en una Universidad revolucionaria, y precisamente en una de las más revolucionarias ciudades de Cuba.
El tema es sumamente vasto; tanto es así que varios conferencistas han podido desarrollar diferentes facetas de él. En mi condición de luchador, me interesa analizar precisamente los deberes revolucionarios del estudiantado en relación con la Universidad. Y para eso tenemos que precisar bien qué es un estudiante, a qué clase social pertenece, y si tiene algo que lo defina como entidad o como núcleo, o si simplemente responde en sus reacciones, a las reacciones generales de las diferentes clases a que puede pertenecer. Y entonces nos encontramos con que el estudiante universitario es precisamente el reflejo de la Universidad que lo aloja, porque ya hay limitaciones que pueden ser de diferentes tipos, pero que finalmente son limitaciones económicas que hacen que el estudiantado pertenezca a una clase social donde sus problemas -no sus problemas económicos- no son tan grandes como en otras; pertenece por lo general a la clase media, no aquí en Oriente, en Santiago de Cuba, sino en todo Cuba, y podemos decir que en toda América. Hay naturalmente excepciones -todos las conocemos-; hay individuos de extraordinaria capacidad que pueden luchar contra un medio adverso con una tenacidad ejemplar y llegar a adquirir su título universitario. Pero en general, el estudiante universitario pertenece a la clase media y refleja los anhelos e intereses de esa clase; aunque muchas veces, precisamente en momentos como ahora, la llama vitalizadora de la revolución puede llevarlo a posiciones más extremas. Y eso es lo que tratamos de analizar en estos momentos: las tendencias generales de la Universidad respondiendo al núcleo social del cual sale, y sus deberes revolucionarios para con la comunidad entera.
Porque la Universidad es la gran responsable del triunfo o la derrota, en la parte técnica, de este gran experimento social y económico que se está llevando a cabo en Cuba. Hemos iniciado leyes que transforman profundamente el sistema social imperante: se han liquidado casi de un plumazo los latifundios, se ha cambiado el sistema tributario, se está por cambiar el sistema arancelario, se están creando incluso cooperativas de trabajo industriales; es decir, toda una serie de fenómenos nuevos, que traen aparejados instituciones nuevas, están floreciendo en Cuba. Y todo ese inmenso trabajo lo hemos iniciado solamente con buena voluntad, con el convencimiento de que estamos siguiendo un camino verdadero y justo, pero sin contar con los elementos técnicos necesarios para hacer las cosas perfectamente.
Y no contamos con ellos porque precisamente estamos innovando, y esta institución que es la Universidad estaba orientada a dar a la sociedad toda una serie de profesionales que encajaban dentro del gran cuadro de las necesidades del país en la época anterior. había necesidad de muchos abogados, de médicos; ingenieros civiles había menos, y otras carreras seguían así. Pero nos encontramos de pronto con que necesitamos maestros agrícolas, ingenieros agrónomos, ingenieros químicos, industriales; físicos, incluso matemáticos, y no hay. En algunos casos no existe siquiera la carrera; en otros, está ocupada por un pequeño número de estudiantes que han visto la necesidad de empezar a estudiar cosas nuevas, o simplemente han caído allí porque no había lugar en otra escuela, o porque querían estudiar y no había nada que les gustara exactamente. En fin, no hay una dirección estatal para llenar todos los claros que estamos viendo que existen en la tecnificación de nuestra Revolución.
Y eso nos lleva al centro preciso del problema universitario en cuanto puede tener de conflictivo, en cuanto pueden tener de agresivo, si ustedes quieren, los planteamientos que voy a hacer. Porque el único que puede, en este momento, precisar con alguna certeza cuál va a ser el número de estudiantes necesarios y cómo van a ser dirigidos esos estudiantes de las distintas carreras de la Universidad, es el Estado. Nadie más que él lo puede hacer; por cualquier organismo, por cualquier instituto que sea, pero tiene que ser un instituto que domine completamente todas las diferentes líneas de la producción y esté al tanto también de las proyecciones de la planificación del Gobierno Revolucionario.
Grandes materias que son la base del triunfo de países más avanzados, como las matemáticas superiores y la estadística, prácticamente no existen en Cuba. Para empezar a hacer estadísticas de lo que necesitamos, nos encontramos con que no tenemos estadísticos, con que hay que importarlos, o buscar algunas personas que han desarrollado su especialidad en otros lugares. este es el nudo central del problema; si el Estado es el único organismo o el único ente capaz de dictaminar con algún grado de certeza cuáles son las necesidades del país, evidentemente, el Estado tiene que tener participación en el gobierno de la Universidad. Hay quejas violentas contra ello; incluso se levantan entre las candidaturas estudiantiles en La Habana, casi como cuestión de principio, la intervención o la no intervención del Estado, la pérdida de la autonomía, como llaman los estudiantes. Pero hay que definir exactamente qué significa autonomía. Si autonomía significa solamente que haya que cumplir una serie de requisitos previos para que un hombre armado entre en el recinto universitario para cumplir cualquier función que la Ley le asigne, eso no tiene importancia; no es ese el centro del problema, y todo el mundo está de acuerdo en que esa clase de autonomía se mantenga. Pero si hoy significara autonomía que un gobierno universitario desligado de las grandes líneas del Gobierno Central -es decir: un pequeño Estado dentro del Estado- ha de tomar los presupuestos que el Gobierno le dé y ha de trabajar sobre ellos, ordenarlos y distribuirlos en la forma que mejor le parezca, nosotros consideramos que es una actitud falsa. Es una actitud falsa precisamente porque la Universidad se está desligando de la vida entera del país, porque se está enclaustrando y convirtiéndose en una especie de castillo de marfil alejado de las realizaciones prácticas de la Revolución. Y además porque van a seguir mandando a nuestra República una serie enorme de abogados que no se necesitan, de médicos que incluso no se necesitan en la cantidad en que en estos momentos están ingresando, o de toda una serie de profesiones, por lo menos cuyos programas deben ser revisados para adaptarlos.
Surge entonces, frente a esta encrucijada de dos caminos o siglos, el levantamiento de grupos más o menos importantes, de sectores estudiantiles que consideran como la peor palabra del mundo la intervención estatal o la pérdida de la autonomía. En ese momento, esos sectores estudiantiles, lo digo con responsabilidad y sin ánimo de herir a nadie, están cumpliendo quizá el deber de la clase a que pertenecen, pero están olvidando los deberes revolucionarios, están olvidando los deberes contraídos en la lucha con la gran masa de obreros y campesinos que pusieron sus cuerpos, su sudor y su sangre al lado de los estudiantes en cada una de las batallas que se libraron en todos los frentes del país para llegar a esta gran solución que fue el primero de enero.
Y esta es una actitud sumamente peligrosa. No hoy, no hoy porque no se han definido todavía los campos, porque todavía hay mucha gente que aun herida en sus intereses económicos, cree que la Revolución ha sido un acierto, gente que tiene la virtud de ver mucho más lejos que donde alcanza su bolsillo y ve los intereses de la patria. Pero todo ese pequeño problema, que gira en torno a la palabra autonomía, tiene correlaciones e interrelaciones que van aún mucho más lejos que en nuestra Isla. Desde afuera se van tendiendo las grandes líneas estratégicas encargadas de aglutinar a todos los que sienten que han perdido algo con esta Revolución; no a los esbirros, no a los malversadores o a los miembros del anterior Gobierno, sino a los que quedándose al margen, o incluso apoyando en alguna forma este Gobierno, sienten que han quedado atrás o que han perdido algún bien económico. Toda esta gente está dispersa en distintas capas sociales, y puede manifestar su descontento con toda libertad en el momento que quiera; pero la tarea a que está encaminada en este momento la reacción nacional e internacional es aglutinar todas las fuerzas descontentas contra el Gobierno, y constituirlas en un conglomerado sólido para tener ese frente interno necesario a sus planes de invasión o depresión económica, o quién sabe cuál será.
Y la Universidad, dando batallas a veces feroces, luchando encarnizadamente en torno a la palabra autonomía, como naturalmente luchando encarnizadamente en torno a cuestiones de menor importancia como es la elección de los líderes estudiantiles, están creando precisamente el campo para que se siembre con toda fertilidad esa simiente que tanto anhelan sembrar los reaccionarios. Y este lugar, este lugar que ha sido en las luchas vanguardia del pueblo, puede convertirse en un factor de retroceso si no se incorpora a las grandes líneas del Gobierno Revolucionario.
Y lo que digo no es un análisis teórico de la cuestión ni una opinión festinada; es que esto es lo que ha pasado en la América entera, y los ejemplos podrían abundar considerablemente. Recuerdo en este momento el ejemplo patético de la Universidad de Guatemala que fue, como las Universidades cubanas, vanguardia del pueblo en la lucha popular contra los regímenes dictatoriales, y después, en el Gobierno de Arévalo primero, pero sobre todo en el Gobierno de Arbenz se fueron transformando en focos decididos de lucha contra el régimen democrático. Defendían precisamente lo mismo que ahora se está defendiendo: la autonomía universitaria, el derecho sagrado de un grupo de personas a decidir sobre asuntos fundamentales de la Nación, aun contra los intereses mismos de la Nación. Y en esa lucha ciega y estéril, la Universidad se fue transformando, de vanguardia de las fuerzas populares, en arma de lucha de la reacción guatemalteca. Fue necesaria la invasión de Castillo Armas, la quema en un acto público de un vandalismo medioeval de todos los libros que hablaran de temas que fueran mal vistos por el pequeño sátrapa guatemalteco, para que la Universidad reaccionara y volviera a tomar su lugar de lucha entre las fuerzas populares. Pero el camino perdido había sido extraordinariamente grande, y Guatemala hoy está, como ustedes lo saben, saliendo a medias de aquella situación caótica y buscando de nuevo, entre tropiezo y tropiezo, una vida institucional de acuerdo con las normas democráticas. Ese es un ejemplo palpitante, que todos ustedes recuerdan porque pertenece a la historia de estos días.
Pero es que podríamos ir mucho más lejos en el análisis de la gran conquista de la reforma universitaria del dieciocho que precisamente se gestó en mi país de origen y en la provincia a la cual pertenezco, que es Córdoba; y podríamos analizar la personalidad de la mayoría de aquellos combativos estudiantes que dieron la gran batalla por la autonomía universitaria frente a los gobiernos conservadores que en esa época gobernaban casi todos los países de América. Yo no quiero citar nombres para no provocar incluso polémicas internacionales; quisiera, que ustedes tomaran el libro de Gabriel del Maso, por ejemplo, donde estudia a fondo la reforma universitaria, buscarán en ese índice los nombres de todos aquellos grandes artífices de la reforma y buscarán hoy cuál es la actitud política, buscarán qué es lo que han sido en la vida pública de los países a que pertenecen, y se encontrarán con sorpresas extraordinarias, con las mismas sorpresas con que me encontré yo, cuando creyendo en la autonomía universitaria como factor esencial del adelanto de los pueblos, hice ese análisis que les aconsejo hacer a ustedes. Las figuras más negras de la reacción, las más hipócritas y peligrosas porque hablan un lenguaje democrático y practican sistemáticamente la traición, fueron las que apoyaron, y muchas veces las que aparecen como figuras propulsoras en sus países de aquella reforma universitaria. Y aquí entre nosotros, investiguen también al autor del libro porque también habrá sorpresas por allí.
Todo esto se lo decía para alentarlos precisamente sobre la actitud del estudiantado. Y más que en ningún lugar en Santiago, donde tantos estudiantes han dado su vida y tantos otros pertenecen a nuestro Ejército Rebelde. Nosotros, como tenemos un ejército que es popular y dignidad, a nadie le preguntamos cuál es su actitud política frente a determinados hechos concretos; cuál es su religión, su manera de pensar. Eso depende de la conciencia de cada individuo. Por eso no les puedo decir cuál será la actitud misma de los miembros del Ejército Rebelde. Espero que entiendan bien las líneas generales del problema y que sean consecuentes con las líneas de la Revolución. Tal vez sí, tal vez no.
Pero estas palabras no van dirigidas a ellos, una minoría, sino a la gran masa estudiantil, a todos los que componen este núcleo. Yo recuerdo que tuve una pequeña conversación con algunos de ustedes hace varios meses, y les recomendaba entrar en contacto con el pueblo, no llegar al pueblo como llega una dama aristocrática a dar una moneda, la moneda del saber o la moneda de una ayuda cualquiera, sino como miembro revolucionario de la gran legión que hoy gobierna a Cuba, a poner el hombro en las cosas prácticas del país, en las cosas que permitan incluso a cada profesional aumentar su caudal de conocimiento y unir, a todas las cosas interesantes que aprendieron en las aulas, las quizás mucho más interesantes que aprenden construyendo en los verdaderos campos de batalla de la gran lucha por la construcción del país.
Es evidente que uno de los grandes deberes de la Universidad es hacer sus prácticas profesionales en el seno del pueblo, y es evidente también que para hacer esas prácticas organizadamente en el seno del pueblo necesitan el concurso orientador y planificador de algún organismo estatal que esté directamente vinculado a ese pueblo, o incluso de mucho más de un organismo estatal, pues actualmente para hacer cualquier obra en cualquier lugar de la república, se ponen en contacto tres, cuatro o más organismos, y se está iniciando recién en el país la tarea de planificar el trabajo y de no dilapidar esfuerzos.
Pero centralizando el tema en el estudio, en el derecho a estudiar y en el derecho a elegir una carrera de acuerdo con una vocación, nos tropezamos siempre con el mismo problema: ¿Quién tiene derecho a limitar la vocación de un estudiante por una orden precisa estatal? ¿Quién tiene derecho a decir que solamente pueden salir 10 abogados por año y deben salir 100 químicos industriales? Eso es dictadura, y está bien: es dictadura. Pero ¿es la dictadura de las circunstancias la misma dictadura que existía antes en forma de examen de ingreso o en forma de matrículas, o en forma de exámenes que fueran eliminando los menos capaces? Es nada más que cambiar la orientación del estudio. El sistema en este caso permanece idéntico, porque lo que se hacía antes es tratar de dar los profesionales que iban a salir a la lucha por la vida en las diferentes ramas del saber. Hoy se cambian por cualquier método: examen de ingreso, o una calificación previa; en fin, el método es lo de menos. Y se trata de llevarlo hacia los caminos que la Revolución entiende que son necesarios para poder seguir adelante con nuestra tarea técnica. Y creo que eso no puede provocar reacciones. Y salta a la vista que la integración de la Universidad con el Gobierno Revolucionario no debe provocar reacciones.
No queremos aquí esconder las palabras y tratar de explicar que no, que eso no es pérdida de autonomía, que en realidad no es nada más que una integración más sólida, como la es. Pero esa integración más sólida significa pérdida de la autonomía, y esa pérdida de autonomía es necesaria a la Nación entera. Por tanto, tarde o temprano, si la Revolución continúa en sus líneas generales, encontrará las formas de lograr todos los profesionales que necesita. Si la Universidad se cierra en sus claustros y sigue en la tarea de lanzar abogados, o toda una serie de carreras que no son tan necesarias en este momento (no vayan a pensar que la he agarrado especialmente con los abogados); si sigue en esa tarea, pues tendrán que formar algún otro tipo de organismo técnico. Ya se está pensando en La Habana en hacer un Instituto Técnico de Cultura Superior que dé precisamente una serie de estas carreras, instituto que tendrá una organización diferente a la Universidad quizás, y que puede convertirse, si la incomprensión avanza, en un rival de la Universidad o la Universidad en una rival de esa nueva institución que se piensa crear en la lucha por monopolizar algo que no se puede monopolizar porque es patrimonio del pueblo entero, como es la cultura.
También esas cosas que se están creando en Cuba se han hecho en otros países del mundo, y sobre todo de América. También se han producido esas luchas entre los miembros de organismos, de escuelas técnicas o politécnicas de un grado de cultura por lo general menor y la Universidad. Lo que yo no sé si se ha dicho o si se ha precisado bien claro, es que esa lucha es el reflejo de la lucha entre una clases social que no quiere perder sus privilegios, y una nueva clase o conjunto de clases sociales que están tratando de adquirir sus derechos a la cultura. Y nosotros debemos decirlo para alertar a todos los estudiantes revolucionarios, y para hacerles ver que una lucha de esa clase es sencillamente la expresión de eso que hemos tratado de borrar en Cuba, que es la lucha de clases, y que quien se oponga a que un gran número de estudiantes de extracción humilde adquiera los beneficios de la cultura, está tratando de ejercer un monopolio de clases sobre la misma.
Ahora bien, cuando aquí se hablaba de reformas universitarias, y todo el mundo ha estado de acuerdo en que la reforma universitaria es algo importante y necesario para el país, lo primero que se ha hecho es, por parte de los estudiantes, tomar en cierta manera el control de las casas de estudio, imponer a los profesores una serie de medidas e intervenir en el gobierno de la Universidad en mayor o menos grado. ¿Es correcto? Esa es la expresión de un grupo que ha triunfado, ha triunfado y ha exigido sus derechos después del triunfo. Los profesores -algunos por su edad, otros por su mentalidad incluso- no participaron en la misma medida en la lucha, y los que lucharon y triunfaron adquirieron ese derecho. Pero yo me pregunto si el Gobierno Revolucionario no luchó y triunfó, y no luchó y triunfó con tanto o más encarnizamiento que cualquier sector aislado de la colectividad porque fue la expresión de la lucha toda del pueblo de Cuba por su liberación. Sin embargo, el Gobierno no ha intervenido en la Universidad, no ha exigido su parte en el festín, porque no considera que esa sea la manera más lógica y honorable de hacer las cosas. Llama simplemente a la realidad a los estudiantes; llama al raciocinio, que es tan importante en momentos revolucionarios, y a la discusión, de la cual surge necesariamente el raciocinio.
Ahora se están discutiendo programas de reforma universitaria y enseguida se vuelve la vista hacia las reformas universitarias del año dieciocho, hacia todos los supersabios que traicionaron su ciencia y su pueblo después pero que en el momento en que lucharon por una cosa noble y necesaria como era la reforma universitaria en aquel momento, no conocían nada de nada, eran simples estudiantes que la hicieron porque era una necesidad. Teorizar, teorizaron después, y teorizaron cuando ya tenían un sentido malévolo de lo que habían hecho. ¿Por qué nosotros tenemos entonces que ir a buscar la reforma universitaria en lo que se ha hecho en otros lados? ¿Por qué no tomar aquello sino simplemente como información adicional a los grandes problemas nuestros, que son los que tenemos que contemplar por sobre todas las cosas, a los problemas que existen aquí, que son problemas de una revolución triunfante con una serie de gobiernos muy poderosos, hostiles que nos atacan, nos acosan económicamente y a veces también militarmente; que riegan de propaganda por todo el mundo una serie de patrañas sobre este Gobierno, de un Gobierno que ha hecho la reforma agraria en la misma manera que yo aconsejo hacer la reforma universitaria, mirando hacia adelante pero no hacia atrás, tomando como simples jalones lo que se había hecho en otras partes del mundo, pero analizando la situación de nuestro propio campesino; que ha hecho una reforma fiscal y una reforma arancelaria, y que está ahora en la gran tarea de la industrialización del país, de este país de donde hay que sacar entonces los materiales necesarios para hacer nuestra reforma; de un país donde se reúnen los obreros que no han logrado todas las reivindicaciones y que aspiraron y lógicamente aspiran, y resuelven, en asambleas multitudinarias y por unanimidad, dar una parte de su sueldo para construir económicamente al país; de un Gobierno Revolucionario que lleva como bandera de lucha a la Reforma Agraria, y que la ha impulsado de una punta a la otra de la Isla, y que constantemente sufre porque no tiene los técnicos necesarios para hacerla, y porque la buena voluntad y el trabajo no suple sino en parte esa deficiencia, y porque cada uno de nosotros debemos volver sobre nuestros pasos constantemente y aprender sobre el error cometido, que es aprender sobre el sacrificio de la Nación.
Y cuando tratamos de buscar a quien lógicamente nos debe apoyar, a la Universidad; para que nos dé los técnicos, para que se acople a la gran marcha del Gobierno Revolucionario, a la gran marcha del pueblo hacia su futuro, nos encontramos con que luchas intestinas y discusiones bizantinas están mermando la capacidad de estos centros de estudios para cumplir con su deber de la hora. Por eso es que aprovechamos este momento para decir nuestras verdades quizás agrias, quizás en algunas cosas injustas, muy molestas quizás para mucha gente, pero que transmite el pensamiento de un Gobierno Revolucionario honesto, que no trata de ocupar o de vencer una institución que no es su enemiga, sino que debe ser su aliada y su más íntima y eficaz colaboradora; y que busca precisamente a los estudiantes porque nunca un estudiante revolucionario puede ser, no enemigo, ni siquiera adversario del Gobierno que representamos; porque estamos tratando en cada momento de que la juventud estudiosa, aúne al saber que ha logrado en las aulas el entusiasmo creador del pueblo entero de la República y se incorpore al gran ejército de los que hacen, dejando de lado esta pequeña patrulla de los que solamente dicen.
Por todo eso he venido aquí, más que a dar una conferencia, a presentar algunos puntos polémicos, y a llamar, naturalmente, a la discusión, todo lo agria, todo lo violenta que se quiera, pero siempre saludable en un régimen democrático, a la explicación de cada uno de los hechos, al análisis de lo que está sucediendo en el país, y al análisis de lo que sucedió con los que mantuvieron las posiciones que hoy mantienen algunos núcleos estudiantiles.
Y para finalizar, un recuerdo a los estudiantes interesados en estos problemas de la reforma universitaria: investiguen la vida futura, futura pero ya pasada, desde el momento en que se inició la reforma del dieciocho hasta ahora; investiguen la vida de cada uno de aquellos artífices de la reforma. Les aseguro que es interesante. Nada más.

Tragedia que amenaza a nuestra especie


Toda idea siniestra debe ser sometida a críticas demoledoras sin concesión alguna.

Fidel Castro Ruz
Presidente de Cuba.
Comandante en Jefe de la Revolución.
8 de mayo de 2007

No puedo hablar como economista o como científico. Lo hago simplemente como político que desea desentrañar los argumentos de los economistas y los científicos en un sentido u otro. También trato de intuir las motivaciones de cada uno de los que se pronuncian sobre estos temas. Hace solo veintidós años sostuvimos en Ciudad de La Habana gran número de reuniones con líderes políticos, sindicales, campesinos, estudiantiles, invitados a nuestro país como representantes de los sectores mencionados. A juicio de todos, el problema más importante en aquel momento era la enorme deuda externa acumulada por los países de América Latina en 1985. Esa deuda ascendía a 350 000 millones de dólares. Entonces los dólares tenían un poder adquisitivo muy superior al dólar de hoy.

De los resultados de aquellas reuniones enviamos copia a todos los gobiernos del mundo, con algunas excepciones como es lógico, porque habrían parecido insultantes. En aquel periodo los petrodólares habían inundado el mercado y las grandes transnacionales bancarias prácticamente exigían a los países la aceptación de elevados préstamos. De más está decir que los responsables de la economía aceptaron tales compromisos sin consultar con nadie. Esa época coincidió con la presencia de los gobiernos más represivos y sangrientos que ha sufrido el continente, impuestos por el imperialismo. No pocas sumas se gastaron en armas, lujos y bienes de consumo. El endeudamiento posterior creció hasta 800 000 millones de dólares mientras se engendraban los catastróficos peligros actuales, que pesan sobre una población que en apenas dos décadas y media se ha duplicado y con ella el número de los condenados a vivir en extrema pobreza. En la región de América Latina la diferencia entre los sectores de la población más favorecida y los de menos ingresos es hoy la mayor del mundo.


Mucho antes que lo que ahora se debate, las luchas del Tercer Mundo se centraban en problemas igualmente angustiosos como el intercambio desigual. Año tras año se fue descubriendo que las exportaciones de los países industrializados, elaboradas generalmente con nuestras materias primas, se elevaban unilateralmente de precio mientras el de nuestras exportaciones básicas se mantenía inalterable. El café y el cacao —para citar dos ejemplos— alcanzaban aproximadamente 2 000 dólares por tonelada. Una taza de café, un batido de chocolate, se podían consumir en ciudades como Nueva York por unos centavos; hoy se cobra por ellos varios dólares, quizás 30 o 40 veces lo que costaba entonces. Un tractor, un camión, un equipo médico, requieren hoy para su adquisición varias veces el volumen de productos que se necesitaba entonces para importarlos; parecida suerte corrían el yute, el henequén y otras fibras producidas en el Tercer Mundo y sustituidas por las de carácter sintético. Mientras, los cueros curtidos, el caucho y las fibras naturales que se usaban en muchos tejidos eran sustituidos por material sintético de sofisticadas industrias petroquímicas. Los precios del azúcar rodaban por el suelo, aplastados por los grandes subsidios de los países industrializados a su agricultura.

Las antiguas colonias o neocolonias, a quienes se les prometió un porvenir maravilloso después de la Segunda Guerra Mundial, no despertaban todavía de las ilusiones de Bretton Woods. El sistema estaba diseñado de pies a cabeza para la explotación y el saqueo.

Al inicio de esta toma de conciencia no habían aparecido todavía otros factores sumamente adversos, como el insospechado derroche de energía en que caerían los países industrializados. Estos pagaban el petróleo a menos de dos dólares el barril. La fuente de combustible, con excepción de Estados Unidos donde era muy abundante, estaba fundamentalmente en países del Tercer Mundo, principalmente en el Oriente Medio, además de México, Venezuela y ulteriormente en África. Pero no todos los países calificados en virtud de otra mentira piadosa como "países en desarrollo" eran petroleros, 82 de ellos son los más pobres y como norma necesitan importar petróleo. Les espera por tanto una situación terrible si los alimentos se transforman en biocombustibles, o agrocombustibles como prefieren llamarlos los movimientos campesinos e indígenas de nuestra región.

La idea del calentamiento global como terrible espada de Damocles que pende sobre la vida de la especie, hace apenas 30 años ni siquiera era conocida por la inmensa mayoría de los habitantes del planeta; aún hoy existe gran ignorancia y confusión sobre estos temas. Si se escucha a los voceros de las transnacionales y su aparato de divulgación, vivimos en el mejor de los mundos: una economía regida por el mercado, más capital transnacional, más tecnología sofisticada, igual a crecimiento constante de la productividad, del PIB, del nivel de vida y todos los sueños del mundo para la especie humana; el Estado no debe interponerse en nada, no debiera incluso existir, excepto como instrumento del gran capital financiero.

Pero las realidades son tercas. Uno de los países más industrializados del mundo, Alemania, pierde el sueño ante el hecho de que un 10 por ciento de la población está desempleada. Los trabajos más duros y menos atractivos son desempeñados por los inmigrantes que, desesperados en su creciente pobreza, penetran en la Europa industrializada por todos los agujeros posibles. Nadie saca al parecer la cuenta del número de habitantes del planeta, que crece precisamente en los países no desarrollados.

Más de 700 representantes de organizaciones sociales se acaban de reunir en La Habana para discutir sobre varios de los temas que en esta reflexión se abordan. Muchos de ellos expusieron sus puntos de vista y dejaron entre no-sotros imborrables impresiones. Hay material abundante sobre el cual reflexionar, además de los nuevos sucesos que ocurren cada día.

Ahora mismo, como consecuencia de la puesta en libertad de un monstruo del terror, dos personas jóvenes que cumplían un deber legal en el Servicio Militar Activo, aspirando a disfrutar del consumismo en Estados Unidos, asaltaron un ómnibus, forzaron con su impacto una de las puertas de entrada de la terminal de vuelos nacionales del aeropuerto, llegaron hasta un avión civil y penetraron en él con los rehenes, exigiendo el traslado al territorio norteamericano. Días antes habían asesinado a un soldado que estaba de posta, para robar dos fusiles automáticos, y en el propio avión privaron de la vida con cuatro disparos a un valiente oficial que, desarmado y capturado como rehén en el ómnibus, intentó evitar el secuestro de la nave aérea. La impunidad y los beneficios materiales con que se premia desde hace casi medio siglo toda acción violenta contra Cuba, estimula tales hechos. Hacía muchos meses no ocurría nada parecido. Bastó la insólita liberación del conocido terrorista, y de nuevo la muerte visitó nuestros hogares. Los autores no han sido juzgados todavía, porque en el transcurso de los hechos ambos resultaron heridos, uno de ellos por los disparos que hizo el otro dentro del avión, mientras luchaban contra el heroico oficial de las fuerzas armadas. Ahora muchas personas en el exterior esperan la reacción de los Tribunales y el Consejo de Estado ante un pueblo profundamente indignado con los acontecimientos. Hace falta una gran dosis de serenidad y sangre fría para enfrentar tales problemas.

El apocalíptico jefe del imperio declaró hace más de cinco años que las fuerzas de Estados Unidos debían estar listas para atacar preventiva y sorpresivamente 60 o más países del mundo. Nada menos que un tercio de la comunidad internacional. No le bastan, al parecer, la muerte, las torturas y el destierro de millones de personas para apoderarse de los recursos naturales y los frutos del sudor de otros pueblos.

Mientras tanto el impresionante encuentro internacional que acaba de tener lugar en La Habana reafirmó en mí una convicción personal: toda idea siniestra debe ser sometida a críticas demoledoras sin concesión alguna.

Altercom Agencia de Prensa de Ecuador.
Comunicación para la Libertad.

Roland Barthes (1913-1980)


Ronald Barthes es conocido por el tiempo dedicado al estudio de los signos, la semiología. Esta disciplina, entiende que los seres humanos se comunican no solamente a través de los signos lingüísticos (el lenguaje) sino también de otros elementos culturales tales como la ropa, el peinado, los gestos, las imágenes, las formas y los colores a fin de convencernos unos a otros respecto de las emociones, valores e imágenes que deseamos transmitir.


Lo natural


Barthes señaló que con frecuencia, cometemos el error de llamar “natural” a lo que consideramos socialmente aceptable, moralmente deseable o estéticamente placentero. Por cierto, es natural comer, dormir, tener relaciones sexuales y usar el lenguaje... sin embargo, qué comemos, cuándo dormimos, cómo tenemos sexo y qué palabras usamos es algo que varía de acuerdo a la cultura o subcultura de la que formemos parte.

La actuación y los signos

En su ensayo “Le monde ou l’on catche”, Barthes expone su explicación respecto en lo que ocurre en la mente del lector de ficción o del público del teatro. Su trabajo se basa en el análisis de “Catch” lo que podríamos describir como “luchas guionadas”, espectáculo que se diferencia de un deporte genuino porque los contrincantes no compiten “de verdad” y no se esmeran por disimularlo tampoco, esto es, actúan sin hacerse daño con el objeto de reiterar las funciones, noche tres noche. Lo que Barthes puntualiza es que el público, sabe que el combate es fingido.

Barthes establece una analogía entre el espectador de una lucha de catch y el público de un espectáculo teatral o una novela de ficción. Así como Otelo no asesina “realmente” a Desdémona sobre el teatro (y el público lo sabe, aunque pueda conmoverse), los combatientes de catch no se pegan en “realidad”. Sólo se trata de signos que carecen de contenido “real”

Introducción a la lingüística estructural

De acuerdo a la terminología acuñada por Saussure, no hay un centro de verdad última que garantice que los signos funcionen como en verdad lo hacen. En definitiva, el ensayo de Barthes sobre el catch pretende aplicar los conceptos de la lingüística desarrollada por Saussure a la cultura popular.

Las palabras funcionan debido al lugar que ocupan dentro de la estructura del lenguaje, porque siendo diferentes unas a otras se ajustan a un esquema particular. De modo similar, los gestos de los luchadores de catch tiene un significado aunque este no sea coincidente con lo que ellos pudieran pensar “realmente” en el momento en que están actuando. En efecto, de los gestos, se deriva el significado de las convenciones mediante las cuales los seres humanos expresan su emociones e interpretan las de los demás.

Los gestos de los luchadores parecen “naturales”, del mismo modo que a nosotros nos resulta “natural” hablar fluidamente nuestra lengua materna. Pero Barthes observa que todas las formas de comunicación son artificiales pues su funcionamiento se debe a una estructura y la estructura solo puede funcionar en tanto y en cuanto vivamos dentro de una sociedad y no en estado “natural”.

Los signos, pues, dirá Saussure, son arbitrarios, por lo tanto, no deberían ser considerados “naturales”. Al observar un combate de catch, la primera impresión puede ser que la lucha es “natural”, pero luego se advierte una cuidadosa codificación de modo tal que cada gesto significa algo específico: enojo, frustación, agresividad, venganza, etc, de modo tal que el público pueda interpretarlos al decodificarlos.

Del mismo modo, no es que un semáforo funciones porque exista una conexión “natural” entre el color rojo y el peligro o el verde y la seguridad sino porque aceptamos y convenimos una significación puntual para ese código cromático. El sistema funcionaría también si “detenerse” se indicara mediante un conjunto de líneas negras sobre un fondo amarillo y avanzar sobre líneas azules sobre un fondo rosado. La diferencia sería suficiente para establecer la convención.

Elementos de semiologia

En Elementos de semiología (1965), Barthes reconoce el lugar de central de Saussure en el desarrollo de la lingüística moderna especialmente por centrar el interés en el funcionamiento estructural.

De acuerdo a Saussure, la peculiaridad del lenguaje reside en la arbitrariedad de los signos, lo cual permite una combinación tan variada como los diferentes significados que se deseen comunicar. Barthes introducirá además, el concepto de signos motivados que resulta más preciso para explicar el funcionamiento de ciertos signos gráficos.

Clasificación de los signos según Barthes

Barthes enumera tres clases de signos: los signos icónicos, motivados y arbitrarios. La diferencia entre estos se corresponde con una escala progresiva, los signos icónicos cumplen una sola función y se ubican en un extremo, con posibilidades muy amplias de significación, los signos arbitrarios, se encuentran en el otro extremo.

Por ejemplo, la cruz en la cultura cristiana o la luna creciente en el Islam, tienen un único significado icónico. Estrechamente relacionados con este tipo de signos (cuya aceptación se da por convención social) se encuentra las marcas de identidad de las banderas nacionales, o los uniformes, por ejemplo que comienzan a confundirse con signos motivados cuando ocasionan el uso de ropas civiles dotadas de significación para la sociedad que las originó. El tradicional sobrero hongo y el paraguas cerrado del funcionario civil británico es un ejemplo de signo motivado, pero es posible imaginar los mismos signos con un significado diferente... en La Naranja Mecánica (1971) el joven pandillero Alex y su amigos, llevaban sombreros con las mismas características... En efecto, la carga de connotaciones que pesa sobre esos signos nos impide considerarlos simplemente arbitrarios.

En realidad, lo que se intenta destacar es que sería inusual encontrar un signo que, siendo absolutamente natural careciera de ambigüedad alguna... ¿es esto posible?

Se dice, por ejemplo, que levantar un puño cerrado a la altura del hombro es claro signo de enojo, sin embargo, este mismo gesto, en los círculos izquierdistas de la década del 30, significaba camaradería y solidaridad proletaria.

La inmersión del mundo en el lenguaje

Los seres humanos, viven un mundo lingüístico tan completo, que existen muy pocos signos capaces de funcionar correctamente sin una explicación que utilizando el lenguaje, explique su significado. Aquellos que sí pueden hacerlo (cómo las señales viales o el código morse) son muy limitados y sólo alcanzan pra producir un conjunto muy reducido de mensajes. Incluso las viñetas humorísticas, que pueden parecer a primera vista fomas no lingüísticas de humor, solo cobran sentido cuando son mediatizadas por el lenguaje. Porque aunque la risa de la persona que ve la caricatura sea aparentemente instantánea, lo cierto es que el humor es posible solo cuando ésta realiza internamente un comentario verbalizado de la misma.

Los Tabúes

Barthes observará así, que nada en la sociedad carece de significado, y en esta línea avanzará sobre el estudio semiológico de los tabúes.

Para el antropólogo, los tabúes nunca carecen de sentido aún cuando resulten extravagantes para el observador externo puesto que son un medio a través del cual la sociedad se habla a sí misma y rara vez tiene una función utlitaria directa. Según Barthes, es muy probable que el tabú alimentario respecto al consumo de carne de cerdo de acuerdo al judaísmo o el alcholo entre los musulmanes tenga su orgien en una pauta sanitaria como la de evitar la intoxicación o la borrachera... sino tan solo operar como diferenciación respecto a otros grupos humanos.

En efecto, la prohibición del alcohol por parte del islam, permitía a los musulames diferenciarse de los cristianos: no es un dato menor que el vino cumpla un papel central en el ritual de la misa (eucaristía) y el primer milagro de Jesús fuera precisamente, transformar el agua en vino (Bodas de Caná, Jn 1:1-11).

Del mismo modo, las leyes Kasher (pureza), conforman una serie de signos dietéticos que se expresan en tabués alimentarios y signos corporales (circunsición, pelo y barba sin cortar, etc.).

La aplicación de la semiología de Barhtes al estudio de los tabués, subrraya la distinción esencial entre hechos físicos e instituciones o acontecimientos sociales, mientras que los primeros pueden ser considerados neutros, los segundos siempre están cargados de significación. La importancia de los tabúes como signos no puede seprarse de su necesidad de ser mediados por el lenguaje y expresados por él.

Ferdinad de Saussure (1857-1913)

El signo lingüístico no vincula un nombre con una ‘cosa’ sino un concepto con una imagen acústica

Sausurre consideraba que la lingüística del siglo XIX no se cuestionaba profundamente qué es el lenguaje ni como funciona, decidió entonces abocarse a la investigación de éste, por sí mismo. En su Curso de Lingüística general Sausure propone dejar de lado el estudio del lenguaje desde una persepectiva histórica (filología) y analizarlo desde el punto de vista estructural.

El enfoque de Saussure, sostiene que todas las palabras tienen un componente material (una imagen acústica) al que denominó signficante y un componente mental referida a la idea o concepto representada por el significate al que denominó significado. Significate y significado conforman un signo.

Ampliando el horizonte de la lingüística
Ferdinad de Saussure relacionó a la lingüística con un estudio más general que los signos... identificó las características de la lengua como entidades mentales, subrrayó la creatividad del lenguaje, estableció una terminología que favorecía la definición precisa de términos generales, en lugar de la adopción de téminos técnicos, adoptó un sistema didáctico que recurría con frecuencia a las analogías tomadas de la música, el ajedrez, el montañismo o el sistema solar para describir mejor los rasgos del lenguaje. Estos logros, introducirán a la lingüística en el siglo XX...

Lengua y habla

Ocupados en el desarrollo histórico del lenguaje, los lingüistas tomaban como campo de estudio la lengua escrita. El punto de partida utilizado por Saussure fue pues, el de la individualidad del acto expresivo: la palabra hablada. Se presenta así la primera distinción teórica entre:

Lengua(el sistema): O lo que podemos hacer con nuestro lenguaje y;

Habla(el uso del sistema): O lo que de hecho hacemos al hablar.

En algunos idiomas, existen vocablos diferentes para referir estos dos conceptos, en inglés por ejemplo, se utilizan los términos “language” para significar “lengua” y “speech” para el habla. Sin embargo, pese a esta diferenciación conceptual, ningún lingüista antes había focalizado sus estudios desde esta perspectiva y la principal crítica de Saussure al enfoque tradicional de la lingüística.

Esta diferenciación teórica, requiere, consecuentemente, una definición de signo lingüístico que excluyera los sonidos efectivos del habla.

Significante y significado

La definición de signo lingüístico de Sausure incluye solo dos componentes y no es más compleja que la empleada en la nomenclatura que él mismo criticara debido a su simplismo. En efecto, admite la división del signo en dos partes, ya que considera que la división propuesta por la nomenclatura era atractiva, sin embargo, enfatizaba que debía evitarse sobresimplificar los procesos involucrados en el lenguaje.

Saussure, en su definición de signo, reemplazará el vocablo nombre, utilizada en la conceptualización de nomenclatura, por imagen acústica esto es, la imagen mental de un nombre, que le permite al hablante decirlo, y luego reemplazará a la cosa por el concepto. Es otras palabras, en su definición, une dos entidades que pertenecen al lenguaje eliminando el plano de la realidad de los objetos, esto es, los referentes sobre los cuales se emplea el lenguaje. Porque si tanto el significado como el significante son entidades mentales, es evidente que su marco teórico propone una ruptura entre el plano lingüístico y el plano del mundo externo a la mente.

Finalmente, esta definición de signo lingüístico se completará cuando le da el nombre de significante a la imagen acústica y significado al concepto mental con el que se corresponde dicha imagen acústica.

Cabe preguntarnos por qué Saussure eligió términos tan parecidos corriendo riesgo de confusiones conceptuales, aparentemente, consideró que la mínima diferencia formal entre ambos términos destacaría su contraste.

Principios de arbitrariedad y linealidad

El signo lingüístico es arbitrario en el sentido que la conexión entre significante y significado no se basa en una relación causal. La prueba de tal afirmación, reside en el hecho que las distintas lenguas desarrollaron diferentes signos, esto es, diferentes vínculos entre significantes y significados; de otra forma, sólo una lengua existiría en el mundo. Ahora bien, aún aceptando la arbitrariedad del signo en lo que respecta al vínculo entre significante y significado, es claro que esta conexión no es arbitraria para quienes usan una misma lengua, porque si esto fuera así, los significados no serían estables y desaparecería la posibilidad de comunicación.

El principio de arbitrariedad opera en forma conjunta con el segundo principio de Saussure que afirma que el significante siempre es lineal. Lo que significa que los sonidos de los cuales se componen los significantes, dependen de una secuencia temporal.

Saussure afirma que el funcionamiento del lenguaje depende de la linealidad y que esto tiene importantes consecuencias dado que la linealidad impide ver u oír varios significantes simultáneamente. Mientras que la linealidad del significante es una cadena, la arbitrariedad que entre ambas partes del signo es un vínculo único.

Inmutabilidad del signo

Al analizar el signo en relación a sus usuarios, Saussure observa una paradoja: la lengua es libre de establecer un vínculo entre cualquier sonido o secuencia de sonidos con cualquier idea, pero una vez establecido este vínculo, ni el hablante individual ni toda la comunidad lingüística es libre para deshacerlo. Tampoco es posible sustituir un signo por otro.

La lengua castellana podría haber elegido cualquier otra secuencia de sonidos para el significado que se corresponde con la secuencia C-L-I-M-A, pero una vez que dicho vínculo se ha consolidado, la combinación ha de perdurar. No es posible legislar sobre el uso de la lengua.

Mutabilidad del signo

Sin embargo, con el tiempo, la lengua y sus signos, cambian. Aparecen así, lentamente, modificaciones en los vínculos entre significantes y significados. Los significados antiguos se especifican, se agregan nuevos o se clasifican de modo diferente. Por ejemplo la palabra “ratón” adquiere un significado distinto en relación a las computadoras, en este caso, dos vínculos entre significado y significante coexisten simultáneamente.

Sincrónico y diacrónico

Saussure considera que no es posible describir plenamente un lenguaje si esto se hace de forma aislada en relación a la comunidad que hace uso de él y a su vez los efectos que el tiempo tiene sobre el lenguaje (su evolución).

Efectivamente, durante el transcurso del tiempo, el lenguaje evoluciona, lo que pone en evidencia que los signos cambian. En consecuencia, Saussure afirma que una lengua puede ser estudiada tanto en un momento particular como a través de su evolución en el tiempo. En este sentido, diferenciará dos modalidades respecto al uso del lenguaje:

Sincrónica: (syncronos, al mismo tiempo) Examina las relaciones entre los elementos coexistentes de la lengua con independencia de cualquier factor temporal. Permite describir el estado del sistema lingüístico, siendo esta descripción abarcativa de la totalidad de los elementos interactuantes en la lengua.

Diacrónica: (diacronos, a través del tiempo) Se enfoca en el proceso evolutivo y se centra en aquellos fragmentos que se corresponden con ciertos momentos históricos.

Para el lingüista que apunta a realizar una descripción completa de un lenguaje determinado, el análisis diacrónico y sincrónico, aunque esto no sea neceario para una comunidad lingüística. Esto significa que cuando se verbaliza el sistema de una lengua, solo intervienen elementos sincrónicos puesto que nadie necesita conocer la historia de una lengua para hacer uso de ella. Por otra parte, los factores diacrónicos no alteran al sistema como tal. Para explicar este punto, Saussure recurre a una metáfora planetaria, diciendo que si un planeta del sistema solar cambiara de peso y tamaño, tales cambios alterarían el equilibrio del conjunto en su totalidad, aunque de todas formas, el sistema solar, seguiría siendo un conjunto.

Si bien los hechos sincrónicos y diacrónicos son autónomos, existe una relación de interdependencia entre ambos. No es posible conocer el estado de una lengua si no analizamos los cambios que sufrió.

Saussure dirá que el funcionamiento de una lengua es como el ajedrez. El ajedrez es, como el lenguaje, un grupo de valores diferentes que en conjunto, conforman un sistema completo. Las piezas del ajedrez interactuan igual que los elementos de un lenguaje en estado sincrónico. Cuando una pieza se mueve, el efecto es similar a un cambio lingüístico y este le incumbe al análisis diacrónico. Aunque el movimiento sea tan solo el de una pieza, este movimiento afectará a todo el sistema en su totalidad. El estado del tablero ha cambiado: es uno antes de la jugada, y se transforma en otro después, pero la movida, en sí misma, no pertenece a ninguno de esos dos estados (porque los estados son sincrónicos).

La lingüística sincrónica se ocupa de relaciones lógicas y psicológicas que vinculan los términos que coexisten en un sistema, la lingüística diacrónica se ocupa de términos que se reemplazan uno al otro cuando el sistema evoluciona, pero que no forman un sistema.

Forma y sustancia

Si el signo lingüístico no fuese arbitrario, los signos que componen el lenguaje estarían determinados mutuamente por algún elemento externo. El valor lingüístico está enteramente determinado por la existencia de relaciones y por ende, el signo debe ser arbitrario.

Saussure llama “forma pura” a la relación entre el significante y el significado, así como a la que existe entre los distintos signos. Lo hace para recordarnos que no es sino una relación.

El vínculo entre el sonido y el pensamiento en el signo lingüístico produce FORMA y no sustancia

Significación y valor

El lenguaje es un sistema de valores en el sentido en que todo signo lingüístico vincula sonidos e ideas. Si tal vínculo no existiera, sería imposible separar un pensamiento de otro. Los sonidos no se diferencian entre sí más que los pensamientos no expresados. La función del lenguaje no es crear un medio sonoro para expresar el pensamiento sino mediar entre el pensamiento y el sonido, de modo tal que el vínculo entre ambos dé por resultado unidades que se determinen mutuamente.

Existen para Saussure, dos tipos diferentes de significación, una que corresponde al signo tomado en forma aislada y otra, que surge de contrastar ambos signos. La primera clase de significación está subordina a la segunda y para destacar la diferencia la denomina valor lingüístico.

Contraste por valor lingüístico

El signo, en efecto, comunica un valor lingüístico el cual deriva de su contraste con otros signos con los que está vinculado. Por ejemplo: nieve, helado, hielo, glaciar. Cada una se entiende en la medida que se entiende la otra, porque podemos diferenciarlas una de otra. “Helado” no significa “nieve” y “hielo” no significa “glaciar”, etc. El principio que distingue el valor del significado, distingue también las formas entre sí y crea el significado.

Contraste formal

A su vez, “nieve” significa lo que significa porque es diferente de “nave” y “nieto” porque poseen
formas contrastantes. Si bien la diferencia sonora es mínima, esta es sufienciente para hacer de cada una un signo lingüístico diferente.

Diferencia y oposición

El motor del significado es la diferencia. Para la conformación de un sistema (que opera creando diferencias entre ideas e imágenes sonoras) no se requiere términos positivos. Este puede construirse sobre la base de la negación. Porque si analizamos significantes y significados de forma separada, observaremos que son diferencia pura. Sin embargo, en donde significante y significado confluyen, es donde hallamos el elemento positivo.

La forma de un signo difiere de la de otros signos como forma; el concepto difiere de otros como concepto. Pero el signo en tanto que signo, no difiere de otros signos. sino que se diferencia. La diferencia es algo que puede definirse apelando a un tercer término: La diferencia entre dos y tres es uno. Diferenciarse implica simplemente que dos no es igual a tres.

Relaciones lineales y relaciones asociativas

Entre los signos lo que hay pues, es oposición. En la lingüística sincrónica se distingue una oposición básica de dos tipos de relaciones:

Relaciones lineales: se refiere a los signos complejos o secuencias de signos con dos o más componentes, ordenados en una línea o secuencia significativa: montañas, las motañas, escalar las motañas, escalar las motañas nevadas, etc . Relaciones no lineales (formales) asociaciones de forma o de significado o de ambas cosas que los hablantes establecen de manera automática ante cualquier signo: montaña, cabaña, campaña, campiña, campo, campesino, etc.

El Control de los Medios de Comunicación


Noam Chomsky
aporrea.org

El material publicado es una conferencia de Noam Chomsky donde describe con precisión las bases fundacionales de la falsa democracia representativa.

El papel de los medios de comunicación en la política contemporánea nos obliga a preguntar por el tipo de mundo y de sociedad en los que queremos vivir, y qué modelo de democracia queremos para esta sociedad. Permítaseme empezar contraponiendo dos conceptos distintos de democracia. Uno es el que nos lleva a afirmar que en una sociedad democrática, por un lado, la gente tiene a su alcance los recursos para participar de manera significativa en la gestión de sus asuntos particulares, y, por otro, los medios de información son libres e imparciales. Si se busca la palabra democracia en el diccionario se encuentra una definición bastante parecida a lo que acabo de formular.

Una idea alternativa de democracia es la de que no debe permitirse que la gente se haga cargo de sus propios asuntos, a la vez que los medios de información deben estar fuerte y rígidamente controlados. Quizás esto suene como una concepción anticuada de democracia, pero es importante entender que, en todo caso, es la idea predominante. De hecho lo ha sido durante mucho tiempo, no sólo en la práctica sino incluso en el plano teórico. No olvidemos además que tenemos una larga historia, que se remonta a las revoluciones democráticas modernas de la Inglaterra del siglo XVII, que en su mayor parte expresa este punto de vista. En cualquier caso voy a ceñirme simplemente al período moderno y acerca de la forma en que se desarrolla la noción de democracia, y sobre el modo y el porqué el problema de los medios de comunicación y la desinformación se ubican en este contexto.

Primeros apuntes históricos de la propaganda

Empecemos con la primera operación moderna de propaganda llevada a cabo por un gobierno. Ocurrió bajo el mandato de Woodrow Wilson. Este fue elegido presidente en 1916 como líder de la plataforma electoral Paz sin victoria, cuando se cruzaba el ecuador de la Primera Guerra Mundial. La población era muy pacifista y no veía ninguna razón para involucrarse en una guerra europea; sin embargo, la administración Wilson había decidido que el país tomaría parte en el conflicto. Había por tanto que hacer algo para inducir en la sociedad la idea de la obligación de participar en la guerra. Y se creó una comisión de propaganda gubernamental, conocida con el nombre de Comisión Creel, que, en seis meses, logró convertir una población pacífica en otra histérica y belicista que quería ir a la guerra y destruir todo lo que oliera a alemán, despedazar a todos los alemanes, y salvar así al mundo. Se alcanzó un éxito extraordinario que conduciría a otro mayor todavía: precisamente en aquella época y después de la guerra se utilizaron las mismas técnicas para avivar lo que se conocía como Miedo rojo. Ello permitió la destrucción de sindicatos y la eliminación de problemas tan peligrosos como la libertad de prensa o de pensamiento político. El poder financiero y empresarial y los medios de comunicación fomentaron y prestaron un gran apoyo a esta operación, de la que, a su vez, obtuvieron todo tipo de provechos.

Entre los que participaron activa y entusiastamente en la guerra de Wilson estaban los intelectuales progresistas, gente del círculo de John Dewey Estos se mostraban muy orgullosos, como se deduce al leer sus escritos de la época, por haber demostrado que lo que ellos llamaban los miembros más inteligentes de la comunidad, es decir, ellos mismos, eran capaces de convencer a una población reticente de que había que ir a una guerra mediante el sistema de aterrorizarla y suscitar en ella un fanatismo patriotero. Los medios utilizados fueron muy amplios. Por ejemplo, se fabricaron montones de atrocidades supuestamente cometidas por los alemanes, en las que se incluían niños belgas con los miembros arrancados y todo tipo de cosas horribles que todavía se pueden leer en los libros de historia, buena parte de lo cual fue inventado por el Ministerio británico de propaganda, cuyo auténtico propósito en aquel momento —tal como queda reflejado en sus deliberaciones secretas— era el de dirigir el pensamiento de la mayor parte del mundo. Pero la cuestión clave era la de controlar el pensamiento de los miembros más inteligentes de la sociedad americana, quienes, a su vez, diseminarían la propaganda que estaba siendo elaborada y llevarían al pacífico país a la histeria propia de los tiempos de guerra. Y funcionó muy bien, al tiempo que nos enseñaba algo importante: cuando la propaganda que dimana del estado recibe el apoyo de las clases de un nivel cultural elevado y no se permite ninguna desviación en su contenido, el efecto puede ser enorme. Fue una lección que ya había aprendido Hitler y muchos otros, y cuya influencia ha llegado a nuestros días.

La democracia del espectador

Otro grupo que quedó directamente marcado por estos éxitos fue el formado por teóricos liberales y figuras destacadas de los medios de comunicación, como Walter Lippmann, que era el decano de los periodistas americanos, un importante analista político —tanto de asuntos domésticos como internacionales— así como un extraordinario teórico de la democracia liberal. Si se echa un vistazo a sus ensayos, se observará que están subtitulados con algo así como: Una teoría progresista sobre el pensamiento democrático liberal. Lippmann estuvo vinculado a estas comisiones de propaganda y admitió los logros alcanzados, al tiempo que sostenía que lo que él llamaba revolución en el arte de la democracia podía utilizarse para fabricar consenso, es decir, para producir en la población, mediante las nuevas técnicas de propaganda, la aceptación de algo inicialmente no deseado. También pensaba que ello era no solo una buena idea sino también necesaria, debido a que, tal como él mismo afirmó, los intereses comunes esquivan totalmente a la opinión pública y solo una clase especializada de hombres responsables lo bastante inteligentes puede comprenderlos y resolver los problemas que de ellos se derivan. Esta teoría sostiene que solo una élite reducida —la comunidad intelectual de que hablaban los seguidores de Dewey— puede entender cuáles son aquellos intereses comunes, qué es lo que nos conviene a todos, así como el hecho de que estas cosas escapan a la gente en general. En realidad, este enfoque se remonta a cientos de años atrás, es también un planteamiento típicamente leninista, de modo que existe una gran semejanza con la idea de que una vanguardia de intelectuales revolucionarios toma el poder mediante revoluciones populares que les proporcionan la fuerza necesaria para ello, para conducir después a las masas estúpidas a un futuro en el que estas son demasiado ineptas e incompetentes para imaginar y prever nada por sí mismas. Es así que la teoría democrática liberal y el marxismo-leninismo se encuentran muy cerca en sus supuestos ideológicos. En mi opinión, esta es una de las razones por las que los individuos, a lo largo del tiempo, han observado que era realmente fácil pasar de una posición a otra sin experimentar ninguna sensación específica de cambio. Solo es cuestión de ver dónde está el poder. Es posible que haya una revolución popular que nos lleve a todos a asumir el poder del Estado; o quizás no la haya, en cuyo caso simplemente apoyaremos a los que detentan el poder real: la comunidad de las finanzas. Pero estaremos haciendo lo mismo: conducir a las masas estúpidas hacia un mundo en el que van a ser incapaces de comprender nada por sí mismas.

Lippmann respaldó todo esto con una teoría bastante elaborada sobre la democracia progresiva, según la cual en una democracia con un funcionamiento adecuado hay distintas clases de ciudadanos. En primer lugar, los ciudadanos que asumen algún papel activo en cuestiones generales relativas al gobierno y la administración. Es la clase especializada, formada por personas que analizan, toman decisiones, ejecutan, controlan y dirigen los procesos que se dan en los sistemas ideológicos, económicos y políticos, y que constituyen, asimismo, un porcentaje pequeño de la población total. Por supuesto, todo aquel que ponga en circulación las ideas citadas es parte de este grupo selecto, en el cual se habla primordialmente acerca de qué hacer con aquellos otros, quienes, fuera del grupo pequeño y siendo la mayoría de la población, constituyen lo que Lippmann llamaba el rebaño desconcertado: hemos de protegernos de este rebaño desconcertado cuando brama y pisotea. Así pues, en una democracia se dan dos funciones: por un lado, la clase especializada, los hombres responsables, ejercen la función ejecutiva, lo que significa que piensan, entienden y planifican los intereses comunes; por otro, el rebaño desconcertado también con una función en la democracia, que, según Lippmann, consiste en ser espectadores en vez de miembros participantes de forma activa. Pero, dado que estamos hablando de una democracia, estos últimos llevan a término algo más que una función: de vez en cuando gozan del favor de liberarse de ciertas cargas en la persona de algún miembro de la clase especializada; en otras palabras, se les permite decir queremos que seas nuestro líder, o, mejor, queremos que tú seas nuestro líder, y todo ello porque estamos en una democracia y no en un estado totalitario. Pero una vez se han liberado de su carga y traspasado esta a algún miembro de la clase especializada, se espera de ellos que se apoltronen y se conviertan en espectadores de la acción, no en participantes. Esto es lo que ocurre en una democracia que funciona como Dios manda.

Y la verdad es que hay una lógica detrás de todo eso. Hay incluso un principio moral del todo convincente: la gente es simplemente demasiado estúpida para comprender las cosas. Si los individuos trataran de participar en la gestión de los asuntos que les afectan o interesan, lo único que harían sería solo provocar líos, por lo que resultaría impropio e inmoral permitir que lo hicieran. Hay que domesticar al rebaño desconcertado, y no dejarle que brame y pisotee y destruya las cosas, lo cual viene a encerrar la misma lógica que dice que sería incorrecto dejar que un niño de tres años cruzara solo la calle. No damos a los niños de tres años este tipo de libertad porque partimos de la base de que no saben cómo utilizarla. Por lo mismo, no se da ninguna facilidad para que los individuos del rebaño desconcertado participen en la acción; solo causarían problemas.

Por ello, necesitamos algo que sirva para domesticar al rebaño perplejo; algo que viene a ser la nueva revolución en el arte de la democracia: la fabricación del consenso. Los medios de comunicación, las escuelas y la cultura popular tienen que estar divididos. La clase política y los responsables de tomar decisiones tienen que brindar algún sentido tolerable de realidad, aunque también tengan que inculcar las opiniones adecuadas. Aquí la premisa no declarada de forma explícita —e incluso los hombres responsables tienen que darse cuenta de esto ellos solos— tiene que ver con la cuestión de cómo se llega a obtener la autoridad para tomar decisiones. Por supuesto, la forma de obtenerla es sirviendo a la gente que tiene el poder real, que no es otra que los dueños de la sociedad, es decir, un grupo bastante reducido. Si los miembros de la clase especializada pueden venir y decir: Puedo ser útil a sus intereses, entonces pasan a formar parte del grupo ejecutivo. Y hay que quedarse callado y portarse bien, lo que significa que han de hacer lo posible para que penetren en ellos las creencias y doctrinas que servirán a los intereses de los dueños de la sociedad, de modo que, a menos que puedan ejercer con maestría esta autoformación, no formarán parte de la clase especializada. Así, tenemos un sistema educacional, de carácter privado, dirigido a los hombres responsables, a la clase especializada, que han de ser adoctrinados en profundidad acerca de los valores e intereses del poder real, y del nexo corporativo que este mantiene con el Estado y lo que ello representa. Si pueden conseguirlo, podrán pasar a formar parte de la clase especializada. Al resto del rebaño desconcertado básicamente habrá que distraerlo y hacer que dirija su atención a cualquier otra cosa. Que nadie se meta en líos. Habrá que asegurarse que permanecen todos en su función de espectadores de la acción, liberando su carga de vez en cuando en algún que otro líder de entre los que tienen a su disposición para elegir.

Muchos otros han desarrollado este punto de vista, que, de hecho, es bastante convencional. Por ejemplo, él destacado teólogo y crítico de política internacional Reinold Niebuhr, conocido a veces como el teólogo del sistema, gurú de George Kennan y de los intelectuales de Kennedy, afirmaba que la racionalidad es una técnica, una habilidad, al alcance de muy pocos: solo algunos la poseen, mientras que la mayoría de la gente se guía por las emociones y los impulsos. Aquellos que poseen la capacidad lógica tienen que crear ilusiones necesarias y simplificaciones acentuadas desde el punto de vista emocional, con objeto de que los bobalicones ingenuos vayan más o menos tirando. Este principio se ha convertido en un elemento sustancial de la ciencia política contemporánea. En la década de los años veinte y principios de la de los treinta, Harold Lasswell, fundador del moderno sector de las comunicaciones y uno de los analistas políticos americanos más destacados, explicaba que no deberíamos sucumbir a ciertos dogmatismos democráticos que dicen que los hombres son los mejores jueces de sus intereses particulares. Porque no lo son. Somos nosotros, decía, los mejores jueces de los intereses y asuntos públicos, por lo que, precisamente a partir de la moralidad más común, somos nosotros los que tenemos que asegurarnos que ellos no van a gozar de la oportunidad de actuar basándose en sus juicios erróneos. En lo que hoy conocemos como estado totalitario, o estado militar, lo anterior resulta fácil. Es cuestión simplemente de blandir una porra sobre las cabezas de los individuos, y, si se apartan del camino trazado, golpearles sin piedad. Pero si la sociedad ha acabado siendo más libre y democrática, se pierde aquella capacidad, por lo que hay que dirigir la atención a las técnicas de propaganda. La lógica es clara y sencilla: la propaganda es a la democracia lo que la cachiporra al estado totalitario. Ello resulta acertado y conveniente dado que, de nuevo, los intereses públicos escapan a la capacidad de comprensión del rebaño desconcertado.

Relaciones públicas

Los Estados Unidos crearon los cimientos de la industria de las relaciones públicas. Tal como decían sus líderes, su compromiso consistía en controlar la opinión pública. Dado que aprendieron mucho de los éxitos de la Comisión Creel y del miedo rojo, y de las secuelas dejadas por ambos, las relaciones públicas experimentaron, a lo largo de la década de 1920, una enorme expansión, obteniéndose grandes resultados a la hora de conseguir una subordinación total de la gente a las directrices procedentes del mundo empresarial a lo largo de la década de 1920. La situación llegó a tal extremo que en la década siguiente los comités del Congreso empezaron a investigar el fenómeno. De estas pesquisas proviene buena parte de la información de que hoy día disponemos.

Las relaciones públicas constituyen una industria inmensa que mueve, en la actualidad, cantidades que oscilan en torno a un billón de dólares al año, y desde siempre su cometido ha sido el de controlar la opinión pública, que es el mayor peligro al que se enfrentan las corporaciones. Tal como ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, en la década de 1930 surgieron de nuevo grandes problemas: una gran depresión unida a una cada vez más numerosa clase obrera en proceso de organización. En 1935, y gracias a la Ley Wagner, los trabajadores consiguieron su primera gran victoria legislativa, a saber, el derecho a organizarse de manera independiente, logro que planteaba dos graves problemas. En primer lugar, la democracia estaba funcionando bastante mal: el rebaño desconcertado estaba consiguiendo victorias en el terreno legislativo, y no era ese el modo en que se suponía que tenían que ir las cosas; el otro problema eran las posibilidades cada vez mayores del pueblo para organizarse. Los individuos tienen que estar atomizados, segregados y solos; no puede ser que pretendan organizarse, porque en ese caso podrían convertirse en algo más que simples espectadores pasivos.

Efectivamente, si hubiera muchos individuos de recursos limitados que se agruparan para intervenir en el ruedo político, podrían, de hecho, pasar a asumir el papel de participantes activos, lo cual sí sería una verdadera amenaza. Por ello, el poder empresarial tuvo una reacción contundente para asegurarse de que esa había sido la última victoria legislativa de las organizaciones obreras, y de que representaría también el principio del fin de esta desviación democrática de las organizaciones populares. Y funcionó. Fue la última victoria de los trabajadores en el terreno parlamentario, y, a partir de ese momento —aunque el número de afiliados a los sindicatos se incrementó durante la Segunda Guerra Mundial, acabada la cual empezó a bajar— la capacidad de actuar por la vía sindical fue cada vez menor. Y no por casualidad, ya que estamos hablando de la comunidad empresarial, que está gastando enormes sumas de dinero, a la vez que dedicando todo el tiempo y esfuerzo necesarios, en cómo afrontar y resolver estos problemas a través de la industria de las relaciones públicas y otras organizaciones, como la National Association of Manufacturers (Asociación nacional de fabricantes), la Business Roundtable (Mesa redonda de la actividad empresarial), etcétera. Y su principio es reaccionar en todo momento de forma inmediata para encontrar el modo de contrarrestar estas desviaciones democráticas.

La primera prueba se produjo un año más tarde, en 1937, cuando hubo una importante huelga del sector del acero en Johnstown, al oeste de Pensilvania. Los empresarios pusieron a prueba una nueva técnica de destrucción de las organizaciones obreras, que resultó ser muy eficaz. Y sin matones a sueldo que sembraran el terror entre los trabajadores, algo que ya no resultaba muy práctico, sino por medio de instrumentos más sutiles y eficientes de propaganda. La cuestión estribaba en la idea de que había que enfrentar a la gente contra los huelguistas, por los medios que fuera. Se presentó a estos como destructivos y perjudiciales para el conjunto de la sociedad, y contrarios a los intereses comunes, que eran los nuestros, los del empresario, el trabajador o el ama de casa, es decir, todos nosotros. Queremos estar unidos y tener cosas como la armonía y el orgullo de ser americanos, y trabajar juntos. Pero resulta que estos huelguistas malvados de ahí afuera son subversivos, arman jaleo, rompen la armonía y atentan contra el orgullo de América, y hemos de pararles los pies. El ejecutivo de una empresa y el chico que limpia los suelos tienen los mismos intereses. Hemos de trabajar todos juntos y hacerlo por el país y en armonía, con simpatía y cariño los unos por los otros. Este era, en esencia, el mensaje. Y se hizo un gran esfuerzo para hacerlo público; después de todo, estamos hablando del poder financiero y empresarial, es decir, el que controla los medios de información y dispone de recursos a gran escala, por lo cual funcionó, y de manera muy eficaz. Más adelante este método se conoció como la fórmula Mohawk VaIley, aunque se le denominaba también: método científico para impedir huelgas. Se aplicó una y otra vez para romper huelgas, y daba muy buenos resultados cuando se trataba de movilizar a la opinión pública a favor de conceptos vacíos de contenido, como el orgullo de ser americano. ¿Quién puede estar en contra de esto? O la armonía. ¿Quién puede estar en contra? O, como en la guerra del golfo Pérsico, apoyad a nuestras tropas. ¿Quién podía estar en contra? O los lacitos amarillos. ¿Hay alguien que esté en contra? Sólo alguien completamente necio.

De hecho, ¿qué pasa si alguien le pregunta si da usted su apoyo a la gente de Iowa? Se puede contestar diciendo Sí, le doy mi apoyo, o No, no la apoyo. Pero ni siquiera es una pregunta: no significa nada. Esta es la cuestión. La clave de los eslóganes de las relaciones públicas como “Apoyad a nuestras tropas” es que no significan nada, o, como mucho, lo mismo que apoyar a los habitantes de Iowa. Pero, por supuesto había una cuestión importante que se podía haber resuelto haciendo la pregunta: ¿Apoya usted nuestra política? Pero, claro, no se trata de que la gente se plantee cosas como esta. Esto es lo único que importa en la buena propaganda. Se trata de crear un eslogan que no pueda recibir ninguna oposición, bien al contrario, que todo el mundo esté a favor. Nadie sabe lo que significa porque no significa nada, y su importancia decisiva estriba en que distrae la atención de la gente respecto de preguntas que sí significan algo: ¿Apoya usted nuestra política? Pero sobre esto no se puede hablar. Así que tenemos a todo el mundo discutiendo sobre el apoyo a las tropas: Desde luego, no dejaré de apoyarles. Por tanto, ellos han ganado. Es como lo del orgullo americano y la armonía. Estamos todos juntos, en torno a eslóganes vacíos, tomemos parte en ellos y asegurémonos de que no habrá gente mala en nuestro alrededor que destruya nuestra paz social con sus discursos acerca de la lucha de clases, los derechos civiles y todo este tipo de cosas.

Todo es muy eficaz y hasta hoy ha funcionado perfectamente. Desde luego consiste en algo razonado y elaborado con sumo cuidado: la gente que se dedica a las relaciones públicas no está ahí para divertirse; está haciendo un trabajo, es decir, intentando inculcar los valores correctos. De hecho, tienen una idea de lo que debería ser la democracia: un sistema en el que la clase especializada está entrenada para trabajar al servicio de los amos, de los dueños de la sociedad, mientras que al resto de la población se le priva de toda forma de organización para evitar así los problemas que pudiera causar. La mayoría de los individuos tendrían que sentarse frente al televisor y masticar religiosamente el mensaje, que no es otro que el que dice que lo único que tiene valor en la vida es poder consumir cada vez más y mejor y vivir igual que esta familia de clase media que aparece en la pantalla y exhibir valores como la armonía y el orgullo americano. La vida consiste en esto. Puede que usted piense que ha de haber algo más, pero en el momento en que se da cuenta que está solo, viendo la televisión, da por sentado que esto es todo lo que existe ahí afuera, y que es una locura pensar en que haya otra cosa. Y desde el momento en que está prohibido organizarse, lo que es totalmente decisivo, nunca se está en condiciones de averiguar si realmente está uno loco o simplemente se da todo por bueno, que es lo más lógico que se puede hacer.

Así pues, este es el ideal, para alcanzar el cual se han desplegado grandes esfuerzos. Y es evidente que detrás de él hay una cierta concepción: la de democracia, tal como ya se ha dicho. El rebaño desconcertado es un problema. Hay que evitar que brame y pisotee, y para ello habrá que distraerlo. Será cuestión de conseguir que los sujetos que lo forman se queden en casa viendo partidos de fútbol, culebrones o películas violentas, aunque de vez en cuando se les saque del sopor y se les convoque a corear eslóganes sin sentido, como Apoyad a. nuestras tropas. Hay que hacer que conserven un miedo permanente, porque a menos que estén debidamente atemorizados por todos los posibles males que pueden destruirles, desde dentro o desde fuera, podrían empezar a pensar por sí mismos, lo cual es muy peligroso ya que no tienen la capacidad de hacerlo. Por ello es importante distraerles y marginarles.

Esta es una idea de democracia. De hecho, si nos re montamos al pasado, la última victoria legal de los trabajadores fue realmente en 1935, con la Ley Wagner. Después tras el inicio de la Primera Guerra Mundial, los sindicatos entraron en un declive, al igual que lo hizo una rica y fértil cultura obrera vinculada directamente con aquellos. Todo quedó destruido y nos vimos trasladados a una sociedad dominada de manera singular por los criterios empresariales. Era esta la única sociedad industrial, dentro de un sistema capitalista de Estado, en la que ni siquiera se producía el pacto social habitual que se podía dar en latitudes comparables. Era la única sociedad industrial —aparte de Sudáfrica, supongo— que no tenía un servicio nacional de asistencia sanitaria. No existía ningún compromiso para elevar los estándares mínimos de supervivencia de los segmentos de la población que no podían seguir las normas y directrices imperantes ni conseguir nada por sí mismos en el plano individual. Por otra parte, los sindicatos prácticamente no existían, al igual que ocurría con otras formas de asociación en la esfera popular. No había organizaciones políticas ni partidos: muy lejos se estaba, por tanto, del ideal, al menos en el plano estructural. Los medios de información constituían un monopolio corporativizado; todos expresaban los mismos puntos de vista. Los dos partidos eran dos facciones del partido del poder financiero y empresarial. Y así la mayor parte de la población ni tan solo se molestaba en ir a votar ya que ello carecía totalmente de sentido, quedando, por ello, debidamente marginada. Al menos este era el objetivo. La verdad es que el personaje más destacado de la industria de las relaciones públicas, Edward Bernays, procedía de la Comisión Creel. Formó parte de ella, aprendió bien la lección y se puso manos a la obra a desarrollar lo que él mismo llamó la ingeniería del consenso, que describió como la esencia de la democracia.

Los individuos capaces de fabricar consenso son los que tienen los recursos y el poder de hacerlo —la comunidad financiera y empresarial— y para ellos trabajamos.

Fabricación de la opinión

También es necesario recabar el apoyo de la población a las aventuras exteriores. Normalmente la gente es pacifista, tal como sucedía durante la Primera Guerra Mundial, ya que no ve razones que justifiquen la actividad bélica, la muerte y la tortura. Por ello, para procurarse este apoyo hay que aplicar ciertos estímulos; y para estimularles hay que asustarles. El mismo Bernays tenía en su haber un importante logro a este respecto, ya que fue el encargado de dirigir la campaña de relaciones públicas de la United Fruit Company en 1954, cuando los Estados Unidos intervinieron militarmente para derribar al gobierno democrático-capitalista de Guatemala e instalaron en su lugar un régimen sanguinario de escuadrones de la muerte, que se ha mantenido hasta nuestros días a base de repetidas infusiones de ayuda norteamericana que tienen por objeto evitar algo más que desviaciones democráticas vacías de contenido. En estos casos, es necesario hacer tragar por la fuerza una y otra vez programas domésticos hacia los que la gente se muestra contraria, ya que no tiene ningún sentido que el público esté a favor de programas que le son perjudiciales. Y esto, también, exige una propaganda amplia y general, que hemos tenido oportunidad de ver en muchas ocasiones durante los últimos diez años. Los programas de la era Reagan eran abrumadoramente impopulares. Los votantes de la victoria arrolladora de Reagan en 1984 esperaban, en una proporción de tres a dos, que no se promulgaran las medidas legales anunciadas. Si tomamos programas concretos, como el gasto en armamento, o la reducción de recursos en materia de gasto social, etc., prácticamente todos ellos recibían una oposición frontal por parte de la gente. Pero en la medida en que se marginaba y apartaba a los individuos de la cosa pública y estos no encontraban el modo de organizar y articular sus sentimientos, o incluso de saber que había otros que compartían dichos sentimientos, los que decían que preferían el gasto social al gasto militar —y lo expresaban en los sondeos, tal como sucedía de manera generalizada— daban por supuesto que eran los únicos con tales ideas disparatadas en la cabeza. Nunca habían oído estas cosas de nadie más, ya que había que suponer que nadie pensaba así; y si lo había, y era sincero en las encuestas, era lógico pensar que se trataba de un bicho raro. Desde el momento en que un individuo no encuentra la manera de unirse a otros que comparten o refuerzan este parecer y que le pueden transmitir la ayuda necesaria para articularlo, acaso llegue a sentir que es alguien excéntrico, una rareza en un mar de normalidad. De modo que acaba permaneciendo al margen, sin prestar atención a lo que ocurre, mirando hacia, otro lado, como por ejemplo la final de Copa.

Así pues, hasta cierto punto se alcanzó el ideal, aunque nunca de forma completa, ya que hay instituciones que hasta ahora ha sido imposible destruir: por ejemplo, las iglesias. Buena parte de la actividad disidente de los Estados Unidos se producía en las iglesias por la sencilla razón de que estas existían. Por ello, cuando había que dar una conferencia de carácter político en un país europeo era muy probable que se celebrara en los locales de algún sindicato, cosa harto difícil en América ya que, en primer lugar, estos apenas existían o, en el mejor de los casos, no eran organizaciones políticas. Pero las iglesias sí existían, de manera que las charlas y conferencias se hacían con frecuencia en ellas: la solidaridad con Centroamérica se originó en su mayor parte en las iglesias, sobre todo porque existían.

El rebaño desconcertado nunca acaba de estar debidamente domesticado: es una batalla permanente. En la década de 1930 surgió otra vez, pero se pudo sofocar el movimiento. En los años sesenta apareció una nueva ola de disidencia, a la cual la clase especializada le puso el nombre de crisis de la democracia. Se consideraba que la democracia estaba entrando en una crisis porque amplios segmentos de la población se estaban organizando de manera activa y estaban intentando participar en la arena política. El conjunto de élites coincidían en que había que aplastar el renacimiento democrático de los sesenta y poner en marcha un sistema social en el que los recursos se canalizaran hacia las clases acaudaladas privilegiadas. Y aquí hemos de volver a las dos concepciones de democracia que hemos mencionado en párrafos anteriores. Según la definición del diccionario, lo anterior constituye un avance en democracia; según el criterio predominante, es un problema, una crisis que ha de ser vencida. Había que obligar a la población a que retrocediera y volviera a la apatía, la obediencia y la pasividad, que conforman su estado natural, para lo cual se hicieron grandes esfuerzos, si bien no funcionó. Afortunadamente, la crisis de la democracia todavía está vivita y coleando, aunque no ha resultado muy eficaz a la hora de conseguir un cambio político. Pero, contrariamente a lo que mucha gente cree, sí ha dado resultados en lo que se refiere al cambio de la opinión pública.

Después de la década de 1960 se hizo todo lo posible para que la enfermedad diera marcha atrás. La verdad es que uno de los aspectos centrales de dicho mal tenía un nombre técnico: el síndrome de Vietnam, término que surgió en torno a 1970 y que de vez en cuando encuentra nuevas definiciones. El intelectual reaganista Norman Podhoretz habló de él como las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Pero resulta que era la mayoría de la gente la que experimentaba dichas inhibiciones contra la violencia, ya que simplemente no entendía por qué había que ir por el mundo torturando, matando o lanzando bombardeos intensivos. Como ya supo Goebbels en su día, es muy peligroso que la población se rinda ante estas inhibiciones enfermizas, ya que en ese caso habría un límite a las veleidades aventureras de un país fuera de sus fronteras. Tal como decía con orgullo el Washington Post durante la histeria colectiva que se produjo durante la guerra del golfo Pérsico, es necesario infundir en la gente respeto por los valores marciales. Y eso sí es importante. Si se quiere tener una sociedad violenta que avale la utilización de la fuerza en todo el mundo para alcanzar los fines de su propia élite doméstica, es necesario valorar debidamente las virtudes guerreras y no esas inhibiciones achacosas acerca del uso de la violencia. Esto es el síndrome de Vietnam: hay que vencerlo.

La representación como realidad

También es preciso falsificar totalmente la historia. Ello constituye otra manera de vencer esas inhibiciones enfermizas, para simular que cuando atacamos y destruimos a alguien lo que estamos haciendo en realidad es proteger y defendernos a nosotros mismos de los peores monstruos y agresores, y cosas por el estilo. Desde la guerra del Vietnam se ha realizado un enorme esfuerzo por reconstruir la historia. Demasiada gente, incluidos gran número de soldados y muchos jóvenes que estuvieron involucrados en movimientos por la paz o antibelicistas, comprendía lo que estaba pasando. Y eso no era bueno. De nuevo había que poner orden en aquellos malos pensamientos y recuperar alguna forma de cordura, es decir, la aceptación de que sea lo que fuere lo que hagamos, ello es noble y correcto. Si bombardeábamos Vietnam del Sur, se debía a que estábamos defendiendo el país de alguien, esto es, de los sudvietnamitas, ya que allí no había nadie más. Es lo que los intelectuales kenedianos denominaban defensa contra la agresión interna en Vietnam del Sur, expresión acuñada por Adiai Stevenson, entre otros. Así pues, era necesario que esta fuera la imagen oficial e inequívoca; y ha funcionado muy bien, ya que si se tiene el control absoluto de los medios de comunicación y el sistema educativo y la intelectualidad son conformistas, puede surtir efecto cualquier política. Un indicio de ello se puso de manifiesto en un estudio llevado a cabo en la Universidad de Massachusetts sobre las diferentes actitudes ante la crisis del Golfo Pérsico, y que se centraba en las opiniones que se manifestaban mientras se veía la televisión. Una de las preguntas de dicho estudio era: ¿Cuantas víctimas vietnamitas calcula usted que hubo durante la guerra del Vietnam? La respuesta promedio que se daba era en torno a 100.000, mientras que las cifras oficiales hablan de dos millones, y las reales probablemente sean de tres o cuatro millones. Los responsables del estudio formulaban a continuación una pregunta muy oportuna: ¿Qué pensaríamos de la cultura política alemana si cuando se le preguntara a la gente cuantos judíos murieron en el Holocausto la respuesta fuera unos 300.000? La pregunta quedaba sin respuesta, pero podemos tratar de encontrarla. ¿Qué nos dice todo esto sobre nuestra cultura? Pues bastante: es preciso vencer las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar y a otras desviaciones democráticas. Y en este caso dio resultados satisfactorios y demostró ser cierto en todos los terrenos posibles: tanto si elegimos Próximo Oriente, el terrorismo internacional o Centroamérica. El cuadro del mundo que se presenta a la gente no tiene la más mínima relación con la realidad, ya que la verdad sobre cada asunto queda enterrada bajo montañas de mentiras. Se ha alcanzado un éxito extraordinario en el sentido de disuadir las amenazas democráticas, y lo realmente interesante es que ello se ha producido en condiciones de libertad. No es como en un estado totalitario, donde todo se hace por la fuerza. Esos logros son un fruto conseguido sin violar la libertad. Por ello, si queremos entender y conocer nuestra sociedad, tenemos que pensar en todo esto, en estos hechos que son importantes para todos aquellos que se interesan y preocupan por el tipo de sociedad en el que viven.

La cultura disidente

A pesar de todo, la cultura disidente sobrevivió, y ha experimentado un gran crecimiento desde la década de los sesenta. Al principio su desarrollo era sumamente lento, ya que, por ejemplo, no hubo protestas contra la guerra de Indochina hasta algunos años después de que los Estados Unidos empezaran a bombardear Vietnam del Sur. En los inicios de su andadura era un reducido movimiento contestatario, formado en su mayor parte por estudiantes y jóvenes en general, pero hacia principios de los setenta ya había cambiado de forma notable. Habían surgido movimientos populares importantes: los ecologistas, las feministas, los antinucleares, etcétera. Por otro lado, en la década de 1980 se produjo una expansión incluso mayor y que afectó a todos los movimientos de solidaridad, algo realmente nuevo e importante al menos en la historia de América y quizás en toda la disidencia mundial. La verdad es que estos eran movimientos que no sólo protestaban sino que se implicaban a fondo en las vidas de todos aquellos que sufrían por alguna razón en cualquier parte del mundo. Y sacaron tan buenas lecciones de todo ello, que ejercieron un enorme efecto civilizador sobre las tendencias predominantes en la opinión pública americana. Y a partir de ahí se marcaron diferencias, de modo que cualquiera que haya estado involucrado es este tipo de actividades durante algunos años ha de saberlo perfectamente. Yo mismo soy consciente de que el tipo de conferencias que doy en la actualidad en las regiones más reaccionarias del país —la Georgia central, el Kentucky rural— no las podría haber pronunciado, en el momento culminante del movimiento pacifista, ante una audiencia formada por los elementos más activos de dicho movimiento. Ahora, en cambio, en ninguna parte hay ningún problema. La gente puede estar o no de acuerdo, pero al menos comprende de qué estás hablando y hay una especie de terreno común en el que es posible cuando menos entenderse.

A pesar de toda la propaganda y de todos los intentos por controlar el pensamiento y fabricar el consenso, lo anterior constituye un conjunto de signos de efecto civilizador. Se está adquiriendo una capacidad y una buena disposición para pensar las cosas con el máximo detenimiento. Ha crecido el escepticismo acerca del poder.

Han cambiado muchas actitudes hacia un buen número de cuestiones, lo que ha convertido todo este asunto en algo lento, quizá incluso frío, pero perceptible e importante, al margen de si acaba siendo o no lo bastante rápido como para influir de manera significativa en los aconteceres del mundo. Tomemos otro ejemplo: la brecha que se ha abierto en relación con el género. A principios de la década de 1960 las actitudes de hombres y mujeres eran aproximadamente las mismas en asuntos como las virtudes castrenses, igual que lo eran las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Por entonces, nadie, ni hombres ni mujeres, se resentía a causa de dichas posturas, dado que las respuestas coincidían: todo el mundo pensaba que la utilización de la violencia para reprimir a la gente de por ahí estaba justificada. Pero con el tiempo las cosas han cambiado. Aquellas inhibiciones han experimentado un crecimiento lineal, aunque al mismo tiempo ha aparecido un desajuste que poco a poco ha llegado a ser sensiblemente importante y que según los sondeos ha alcanzado el 20%. ¿Qué ha pasado? Pues que las mujeres han formado un tipo de movimiento popular semi organizado, el movimiento feminista, que ha ejercido una influencia decisiva, ya que, por un lado, ha hecho que muchas mujeres se dieran cuenta de que no estaban solas, de que había otras con quienes compartir las mismas ideas, y, por otro, en la organización se pueden apuntalar los pensamientos propios y aprender más acerca de las opiniones e ideas que cada uno tiene. Si bien estos movimientos son en cierto modo informales, sin carácter militante, basados más bien en una disposición del ánimo en favor de las interacciones personales, sus efectos sociales han sido evidentes. Y este es el peligro de la democracia: si se pueden crear organizaciones, si la gente no permanece simplemente pegada al televisor, pueden aparecer estas ideas extravagantes, como las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Hay que vencer estas tentaciones, pero no ha sido todavía posible.

Desfile de enemigos

En vez de hablar de la guerra pasada, hablemos de la guerra que viene, porque a veces es más útil estar preparado para lo que puede venir que simplemente reaccionar ante lo que ocurre. En la actualidad se está produciendo en los Estados Unidos —y no es el primer país en que esto sucede— un proceso muy característico. En el ámbito interno, hay problemas económicos y sociales crecientes que pueden devenir en catástrofes, y no parece haber nadie, de entre los que detentan el poder, que tenga intención alguna de prestarles atención. Si se echa una ojeada a los programas de las distintas administraciones durante los últimos diez años no se observa ninguna propuesta seria sobre lo que hay que hacer para resolver los importantes problemas relativos a la salud, la educación, los que no tienen hogar, los parados, el índice de criminalidad, la delincuencia creciente que afecta a amplias capas de la población, las cárceles, el deterioro de los barrios periféricos, es decir, la colección completa de problemas conocidos. Todos conocemos la situación, y sabemos que está empeorando. Solo en los dos años que George Bush estuvo en el poder hubo tres millones más de niños que cruzaron el umbral de la pobreza, la deuda externa creció progresivamente, los estándares educativos experimentaron un declive, los salarios reales retrocedieron al nivel de finales de los años cincuenta para la gran mayoría de la población, y nadie hizo absolutamente nada para remediarlo. En estas circunstancias hay que desviar la atención del rebaño desconcertado ya que si empezara a darse cuenta de lo que ocurre podría no gustarle, porque es quien recibe directamente las consecuencias de lo anterior. Acaso entretenerles simplemente con la final de Copa o los culebrones no sea suficiente y haya que avivar en él el miedo a los enemigos. En los años treinta Hitler difundió entre los alemanes el miedo a los judíos y a los gitanos: había que machacarles como forma de autodefensa. Pero nosotros también tenemos nuestros métodos. A lo largo de la última década, cada año o a lo sumo cada dos, se fabrica algún monstruo de primera línea del que hay que defenderse. Antes los que estaban más a mano eran los rusos, de modo que había que estar siempre a punto de protegerse de ellos. Pero, por desgracia, han perdido atractivo como enemigo, y cada vez resulta más difícil utilizarles como tal, de modo que hay que hacer que aparezcan otros de nueva estampa. De hecho, la gente fue bastante injusta al criticar a George Bush por haber sido incapaz de expresar con claridad hacia dónde estábamos siendo impulsados, ya que hasta mediados de los años ochenta, cuando andábamos despistados se nos ponía constantemente el mismo disco: que vienen los rusos. Pero al perderlos como encarnación del lobo feroz hubo que fabricar otros, al igual que hizo el aparato de relaciones públicas reaganiano en su momento. Y así, precisamente con Bush, se empezó a utilizar a los terroristas internacionales, a los narcotraficantes, a los locos caudillos árabes o a Saddam Hussein, el nuevo Hitler que iba a conquistar el mundo. Han tenido que hacerles aparecer a uno tras otro, asustando a la población, aterrorizándola, de forma que ha acabado muerta de miedo y apoyando cualquier iniciativa del poder. Así se han podido alcanzar extraordinarias victorias sobre Granada, Panamá, o algún otro ejército del Tercer Mundo al que se puede pulverizar antes de siquiera tomarse la molestia de mirar cuántos son. Esto da un gran alivio, ya que nos hemos salvado en el último momento.

Tenemos así, pues, uno de los métodos con el cual se puede evitar que el rebaño desconcertado preste atención a lo que está sucediendo a su alrededor, y permanezca distraído y controlado. Recordemos que la operación terrorista internacional más importante llevada a cabo hasta la fecha ha sido la operación Mongoose, a cargo de la administración Kennedy, a partir de la cual este tipo de actividades prosiguieron contra Cuba. Parece que no ha habido nada que se le pueda comparar ni de lejos, a excepción quizás de la guerra contra Nicaragua, si convenimos en denominar aquello también terrorismo. El Tribunal de La Haya consideró que aquello era algo más que una agresión.

Cuando se trata de construir un monstruo fantástico siempre se produce una ofensiva ideológica, seguida de campañas para aniquilarlo. No se puede atacar si el adversario es capaz de defenderse: sería demasiado peligroso. Pero si se tiene la seguridad de que se le puede vencer, quizá se le consiga despachar rápido y lanzar así otro suspiro de alivio.

Percepción selectiva

Esto ha venido sucediendo desde hace tiempo. En mayo de 1986 se publicaron las memorias del preso cubano liberado Armando Valladares, que causaron rápidamente sensación en los medios de comunicación. Voy a brindarles algunas citas textuales. Los medios informativos describieron sus revelaciones como «el relato definitivo del inmenso sistema de prisión y tortura con el que Castro castiga y elimina a la oposición política». Era «una descripción evocadora e inolvidable» de las «cárceles bestiales, la tortura inhumana [y] el historial de violencia de estado [bajo] todavía uno de los asesinos de masas de este siglo», del que nos enteramos, por fin, gracias a este libro, que «ha creado un nuevo despotismo que ha institucionalizado la tortura como mecanismo de control social» en el «infierno que era la Cuba en la que [Valladares] vivió». Esto es lo que apareció en el Washington Post y el New York Times en sucesivas reseñas. Las atrocidades de Castro —descrito como un «matón dictador»— se revelaron en este libro de manera tan concluyente que «solo los intelectuales occidentales fríos e insensatos saldrán en defensa del tirano», según el primero de los diarios citados. Recordemos que estamos hablando de lo que le ocurrió a un hombre. Y supongamos que todo lo que se dice en el libro es verdad. No le hagamos demasiadas preguntas al protagonista de la historia. En una ceremonia celebrada en la Casa Blanca con motivo del Día de los Derechos Humanos, Ronald Reagan destacó a Armando Valladares e hizo mención especial de su coraje al soportar el sadismo del sangriento dictador cubano. A continuación, se le designó representante de los Estados Unidos en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Allí tuvo la oportunidad de prestar notables servicios en la defensa de los gobiernos de El Salvador y Guatemala en el momento en que estaban recibiendo acusaciones de cometer atrocidades a tan gran escala que cualquier vejación que Valladares pudiera haber sufrido tenía que considerarse forzosamente de mucha menor entidad. Así es como están las cosas.

La historia que viene ahora también ocurría en mayo de 1986, y nos dice mucho acerca de la fabricación del consenso. Por entonces, los supervivientes del Grupo de Derechos Humanos de El Salvador —sus líderes habían sido asesinados— fueron detenidos y torturados, incluyendo al director, Herbert Anaya. Se les encarceló en una prisión llamada La Esperanza, pero mientras estuvieron en ella continuaron su actividad de defensa de los derechos humanos, y, dado que eran abogados, siguieron tomando declaraciones juradas. Había en aquella cárcel 432 presos, de los cuales 430 declararon y relataron bajo juramento las torturas que habían recibido: aparte de la picana y otras atrocidades, se incluía el caso de un interrogatorio, y la tortura consiguiente, dirigido por un oficial del ejército de los Estados Unidos de uniforme, al cual se describía con todo detalle. Ese informe —160 páginas de declaraciones juradas de los presos— constituye un testimonio extraordinariamente explícito y exhaustivo, acaso único en lo referente a los pormenores de lo que ocurre en una cámara de tortura. No sin dificultades se consiguió sacarlo al exterior, junto con una cinta de vídeo que mostraba a la gente mientras testificaba sobre las torturas, y la Marin County Interfaith Task Force (Grupo de trabajo multi confesional Marin County) se encargó de distribuirlo. Pero la prensa nacional se negó a hacer su cobertura informativa y las emisoras de televisión rechazaron la emisión del vídeo. Creo que como mucho apareció un artículo en el periódico local de Marin County, el San Francisco Examiner. Nadie iba a tener interés en aquello. Porque estábamos en la época en que no eran pocos los intelectuales insensatos y ligeros de cascos que estaban cantando alabanzas a José Napoleón Duarte y Ronald Reagan.

Anaya no fue objeto de ningún homenaje. No hubo lugar para él en el Día de los Derechos Humanos. No fue elegido para ningún cargo importante. En vez de ello fue liberado en un intercambio de prisioneros y posteriormente asesinado, al parecer por las fuerzas de seguridad siempre apoyadas militar y económicamente por los Estados Unidos. Nunca se tuvo mucha información sobre aquellos hechos: los medios de comunicación no llegaron en ningún momento a preguntarse si la revelación de las atrocidades que se denunciaban —en vez de mantenerlas en secreto y silenciarlas— podía haber salvado su vida.

Todo lo anterior nos enseña mucho acerca del modo de funcionamiento de un sistema de fabricación de consenso. En comparación con las revelaciones de Herbert Anaya en El Salvador, las memorias de Valladares son como una pulga al lado de un elefante. Pero no podemos ocuparnos de pequeñeces, lo cual nos conduce hacia la próxima guerra. Creo que cada vez tendremos más noticias sobre todo esto, hasta que tenga lugar la operación siguiente.

Sólo algunas consideraciones sobre lo último que se ha dicho, si bien al final volveremos sobre ello. Empecemos recordando el estudio de la Universidad de Massachusetts ya mencionado, ya que llega a conclusiones interesantes. En él se preguntaba a la gente si creía que los Estados Unidos debía intervenir por la fuerza para impedir la invasión ilegal de un país soberano o para atajar los abusos cometidos contra los derechos humanos. En una proporción de dos a uno la respuesta del público americano era afirmativa. Había que utilizar la fuerza militar para que se diera marcha atrás en cualquier caso de invasión o para que se respetaran los derechos humanos. Pero si los Estados Unidos tuvieran que seguir al pie de la letra el consejo que se deriva de la citada encuesta, habría que bombardear El Salvador, Guatemala, Indonesia, Damasco, Tel Aviv, Ciudad del Cabo, Washington, y una lista interminable de países, ya que todos ellos representan casos manifiestos, bien de invasión ilegal, bien de violación de derechos humanos. Si uno conoce los hechos vinculados a estos ejemplos, comprenderá perfectamente que la agresión y las atrocidades de Saddam Hussein —que tampoco son de carácter extremo— se incluyen claramente dentro de este abanico de casos. ¿Por qué, entonces, nadie llega a esta conclusión? La respuesta es que nadie sabe lo suficiente. En un sistema de propaganda bien engrasado nadie sabrá de qué hablo cuando hago una lista como la anterior. Pero si alguien se molesta en examinarla con cuidado, verá que los ejemplos son totalmente apropiados.

Tomemos uno que, de forma amenazadora, estuvo a punto de ser percibido durante la guerra del Golfo. En febrero, justo en la mitad de la campaña de bombardeos, el gobierno del Líbano solicitó a Israel que observara la resolución 425 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, de marzo de 1978, por la que se le exigía que se retirara inmediata e incondicionalmente del Líbano. Después de aquella fecha ha habido otras resoluciones posteriores redactadas en los mismos términos, pero desde luego Israel no ha acatado ninguna de ellas porque los Estados Unidos dan su apoyo al mantenimiento de la ocupación. Al mismo tiempo, el sur del Líbano recibe las embestidas del terrorismo del estado judío, y no solo brinda espacio para la ubicación de campos de tortura y aniquilamiento sino que también se utiliza como base para atacar a otras partes del país. Desde 1978, fecha de la resolución citada, el Líbano fue invadido, la ciudad de Beirut sufrió continuos bombardeos, unas 20.000 personas murieron —en torno al 80% eran civiles—, se destruyeron hospitales, y la población tuvo que soportar todo el daño imaginable, incluyendo el robo y el saqueo. Excelente... los Estados Unidos lo apoyaban. Es solo un ejemplo. La cuestión está en que no vimos ni oímos nada en los medios de información acerca de todo ello, ni siquiera una discusión sobre si Israel y los Estados Unidos deberían cumplir la resolución 425 del Consejo de Seguridad, o cualquiera de las otras posteriores, del mismo modo que nadie solicitó el bombardeo de Tel Aviv, a pesar de los principios defendidos por dos tercios de la población. Porque, después de todo, aquello es una ocupación ilegal de un territorio en el que se violan los derechos humanos. Solo es un ejemplo, pero los hay incluso peores. Cuando el ejército de Indonesia invadió Timor Oriental dejó un rastro de 200.000 cadáveres, cifra que no parece tener importancia al lado de otros ejemplos. El caso es que aquella invasión también recibió el apoyo claro y explícito de los Estados Unidos, que todavía prestan al gobierno indonesio ayuda diplomática y militar. Y podríamos seguir indefinidamente.

La guerra del Golfo

Veamos otro ejemplo mas reciente. Vamos viendo cómo funciona un sistema de propaganda bien engrasado. Puede que la gente crea que el uso de la fuerza contra Irak se debe a que América observa realmente el principio de que hay que hacer frente a las invasiones de países extranjeros o a las transgresiones de los derechos humanos por la vía militar, y que no vea, por el contrario, qué pasaría si estos principios fueran también aplicables a la conducta política de los Estados Unidos. Estamos antes un éxito espectacular de la propaganda.

Tomemos otro caso. Si se analiza detenidamente la cobertura periodística de la guerra desde el mes de agosto (1990), se ve, sorprendentemente, que faltan algunas opiniones de cierta relevancia. Por ejemplo, existe una oposición democrática iraquí de cierto prestigio, que, por supuesto, permanece en el exilio dada la quimera de sobrevivir en Irak. En su mayor parte están en Europa y son banqueros, ingenieros, arquitectos, gente así, es decir, con cierta elocuencia, opiniones propias y capacidad y disposición para expresarlas. Pues bien, cuando Saddam Hussein era todavía el amigo favorito de Bush y un socio comercial privilegiado, aquellos miembros de la oposición acudieron a Washington, según las fuentes iraquíes en el exilio, a solicitar algún tipo de apoyo a sus demandas de constitución de un parlamento democrático en Irak. Y claro, se les rechazó de plano, ya que los Estados Unidos no estaban en absoluto interesados en lo mismo. En los archivos no consta que hubiera ninguna reacción ante aquello.

A partir de agosto fue un poco más difícil ignorar la existencia de dicha oposición, ya que cuando de repente se inició el enfrentamiento con Saddam Hussein después de haber sido su más firme apoyo durante años, se adquirió también conciencia de que existía un grupo de demócratas iraquíes que seguramente tenían algo que decir sobre el asunto. Por lo pronto, los opositores se sentirían muy felices si pudieran ver al dictador derrocado y encarcelado, ya que había matado a sus hermanos, torturado a sus hermanas y les había mandado a ellos mismos al exilio. Habían estado luchando contra aquella tiranía que Ronald Reagan y George Bush habían estado protegiendo. ¿Por qué no se tenía en cuenta, pues, su opinión? Echemos un vistazo a los medios de información de ámbito nacional y tratemos de encontrar algo acerca de la oposición democrática iraquí desde agosto de 1990 hasta marzo de 1991: ni una línea. Y no es a causa de que dichos resistentes en el exilio no tengan facilidad de palabra, ya que hacen repetidamente declaraciones, propuestas, llamamientos y solicitudes, y, si se les observa, se hace difícil distinguirles de los componentes del movimiento pacifista americano. Están contra Saddam Hussein y contra la intervención bélica en Irak. No quieren ver cómo su país acaba siendo destruido, desean y son perfectamente conscientes de que es posible una solución pacífica del conflicto. Pero parece que esto no es políticamente correcto, por lo que se les ignora por completo. Así que no oímos ni una palabra acerca de la oposición democrática iraquí, y si alguien está interesado en saber algo de ellos puede comprar la prensa alemana o la británica. Tampoco es que allí se les haga mucho caso, pero los medios de comunicación están menos controlados que los americanos, de modo que, cuando menos, no se les silencia por completo.

Lo descrito en los párrafos anteriores ha constituido un logro espectacular de la propaganda. En primer lugar, se ha conseguido excluir totalmente las voces de los demócratas iraquíes del escenario político, y, segundo, nadie se ha dado cuenta, lo cual es todavía más interesante. Hace falta que la población esté profundamente adoctrinada para que no haya reparado en que no se está dando cancha a las opiniones de la oposición iraquí, aunque, caso de haber observado el hecho, si se hubiera formulado la pregunta ¿por qué?, la respuesta habría sido evidente: porque los demócratas iraquíes piensan por sí mismos; están de acuerdo con los presupuestos del movimiento pacifista internacional, y ello les coloca en fuera de juego.

Veamos ahora las razones que justificaban la guerra. Los agresores no podían ser recompensados por su acción, sino que había que detener la agresión mediante el recurso inmediato a la violencia: esto lo explicaba todo. En esencia, no se expuso ningún otro motivo. Pero, ¿es posible que sea esta una explicación admisible? ¿Defienden en verdad los Estados Unidos estos principios: que los agresores no pueden obtener ningún premio por su agresión y que esta debe ser abortada mediante el uso de la violencia? No quiero poner a prueba la inteligencia de quien me lea al repasar los hechos, pero el caso es que un adolescente que simplemente supiera leer y escribir podría rebatir estos argumentos en dos minutos. Pero nunca nadie lo hizo. Fijémonos en los medios de comunicación, en los comentaristas y críticos liberales, en aquellos que declaraban ante el Congreso, y veamos si había alguien que pusiera en entredicho la suposición de que los Estados Unidos era fiel de verdad a esos principios. ¿Se han opuesto los Estados Unidos a su propia agresión a Panamá, y se ha insistido, por ello, en bombardear Washington? Cuando se declaró ilegal la invasión de Namibia por parte de Sudáfrica, ¿impusieron los Estados Unidos sanciones y embargos de alimentos y medicinas? ¿Declararon la guerra? ¿Bombardearon Ciudad del Cabo? No, transcurrió un período de veinte años de diplomacia discreta. Y la verdad es que no fue muy divertido lo que ocurrió durante estos años, dominados por las administraciones de Reagan y Bush, en los que aproximadamente un millón y medio de personas fueron muertas a manos de Sudáfrica en los países limítrofes. Pero olvidemos lo que ocurrió en Sudáfrica y Namibia: aquello fue algo que no lastimó nuestros espíritus sensibles. Proseguimos con nuestra diplomacia discreta para acabar concediendo una generosa recompensa a los agresores. Se les concedió el puerto más importante de Namibia y numerosas ventajas que tenían que ver con su propia seguridad nacional. ¿Dónde está aquel famoso principio que defendemos? De nuevo, es un juego de niños el demostrar que aquellas no podían ser de ningún modo las razones para ir a la guerra, precisamente porque nosotros mismos no somos fieles a estos principios.

Pero nadie lo hizo; esto es lo importante. Del mismo modo que nadie se molestó en señalar la conclusión que se seguía de todo ello: que no había razón alguna para la guerra. Ninguna, al menos, que un adolescente no analfabeto no pudiera refutar en dos minutos. Y de nuevo estamos ante el sello característico de una cultura totalitaria. Algo sobre lo que deberíamos reflexionar ya que es alarmante que nuestro país sea tan dictatorial que nos pueda llevar a una guerra sin dar ninguna razón de ello y sin que nadie se entere de los llamamientos del Líbano. Es realmente chocante.

Justo antes de que empezara el bombardeo, a mediados de enero, un sondeo llevado a cabo por el Washington Post y la cadena ABC revelaba un dato interesante. La pregunta formulada era: si Irak aceptara retirarse de Kuwait a cambio de que el Consejo de Seguridad estudiara la resolución del conflicto árabe-israelí, ¿estaría de acuerdo? Y el resultado nos decía que, en una proporción de dos a uno, la población estaba a favor. Lo mismo sucedía en el mundo entero, incluyendo a la oposición iraquí, de forma que en el informe final se reflejaba el dato de que dos tercios de los americanos daban un sí como respuesta a la pregunta referida. Cabe presumir que cada uno de estos individuos pensaba que era el único en el mundo en pensar así, ya que desde luego en la prensa nadie había dicho en ningún momento que aquello pudiera ser una buena idea. Las órdenes de Washington habían sido muy claras, es decir, hemos de estar en contra de cualquier conexión, es decir, de cualquier relación diplomática, por lo que todo el mundo debía marcar el paso y oponerse a las soluciones pacíficas que pudieran evitar la guerra. Si intentamos encontrar en la prensa comentarios o reportajes al respecto, solo descubriremos una columna de Alex Cockburn en Los Angeles Times, en la que este se mostraba favorable a la respuesta mayoritaria de la encuesta.

Seguramente, los que contestaron la pregunta pensaban estoy solo, pero esto es lo que pienso. De todos modos, supongamos que hubieran sabido que no estaban solos, que había otros, como la oposición democrática iraquí, que pensaban igual. Y supongamos también que sabían que la pregunta no era una mera hipótesis, sino que, de hecho, Irak había hecho precisamente la oferta señalada, y que esta había sido dada a conocer por el alto mando del ejército americano justo ocho días antes: el día 2 de enero. Se había difundido la oferta iraquí de retirada total de Kuwait a cambio de que el Consejo de Seguridad discutiera y resolviera el conflicto árabe-israelí y el de las armas de destrucción masiva. (Recordemos que los Estados Unidos habían estado rechazando esta negociación desde mucho antes de la invasión de Kuwait) Supongamos, asimismo, que la gente sabía que la propuesta estaba realmente encima de la mesa, que recibía un apoyo generalizado, y que, de hecho, era algo que cualquier persona racional haría si quisiera la paz, al igual que hacemos en otros casos, más esporádicos, en que precisamos de verdad repeler la agresión. Si suponemos que se sabía todo esto, cada uno puede hacer sus propias conjeturas. Personalmente doy por sentado que los dos tercios mencionados se habrían convertido, casi con toda probabilidad, en el 98% de la población. Y aquí tenemos otro éxito de la propaganda. Es casi seguro que no había ni una sola persona, de las que contestaron la pregunta, que supiera algo de lo referido en este párrafo porque seguramente pensaba que estaba sola. Por ello, fue posible seguir adelante con la política belicista sin ninguna oposición. Hubo mucha discusión, protagonizada por el director de la CIA, entre otros, acerca de si las sanciones serían eficaces o no. Sin embargo no se discutía la cuestión más simple: ¿habían funcionado las sanciones hasta aquel momento? Y la respuesta era que sí, que por lo visto habían dado resultados, seguramente hacia finales de agosto, y con más probabilidad hacia finales de diciembre. Es muy difícil pensar en otras razones que justifiquen las propuestas iraquíes de retirada, autentificadas o, en algunos casos, difundidas por el Estado Mayor estadounidense, que las consideraba serias y negociables. Así la pregunta que hay que hacer es: ¿Habían sido eficaces las sanciones? ¿Suponían una salida a la crisis? ¿Se vislumbraba una solución aceptable para la población en general, la oposición democrática iraquí y el mundo en su conjunto? Estos temas no se analizaron ya que para un sistema de propaganda eficaz era decisivo que no aparecieran como elementos de discusión, lo cual permitió al presidente del Comité Nacional Republicano decir que si hubiera habido un demócrata en el poder, Kuwait todavía no habría sido liberado. Puede decir esto y ningún demócrata se levantará y dirá que si hubiera sido presidente habría liberado Kuwait seis meses antes. Hubo entonces oportunidades que se podían haber aprovechado para hacer que la liberación se produjera sin que fuera necesaria la muerte de decenas de miles de personas ni ninguna catástrofe ecológica. Ningún demócrata dirá esto porque no hubo ningún demócrata que adoptara esta postura, si acaso con la excepción de Henry González y Barbara Boxer, es decir, algo tan marginal que se puede considerar prácticamente inexistente.

Cuando los misiles Scud cayeron sobre Israel no hubo ningún editorial de prensa que mostrara su satisfacción por ello. Y otra vez estamos ante un hecho interesante que nos indica cómo funciona un buen sistema de propaganda, ya que podríamos preguntar ¿y por qué no? Después de todo, los argumentos de Saddam Hussein eran tan válidos como los de George Bush: ¿cuáles eran, al fin y al cabo? Tomemos el ejemplo del Líbano. Saddam Hussein dice que rechaza que Israel se anexione el sur del país, de la misma forma que reprueba la ocupación israelí de los Altos del Golán sirios y de Jerusalén Este, tal como ha declarado repetidamente por unanimidad el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Pero para el dirigente iraquí son inadmisibles la anexión y la agresión. Israel ha ocupado el sur del Líbano desde 1978 en clara violación de las resoluciones del Consejo de Seguridad, que se niega a aceptar, y desde entonces hasta el día de hoy ha invadido todo el país y todavía lo bombardea a voluntad. Es inaceptable. Es posible que Saddam Hussein haya leído los informes de Amnistía Internacional sobre las atrocidades cometidas por el ejército israelí en la Cisjordania ocupada y en la franja de Gaza. Por ello, su corazón sufre. No puede soportarlo. Por otro lado, las sanciones no pueden mostrar su eficacia porque los Estados Unidos vetan su aplicación, y las negociaciones siguen bloqueadas. ¿Qué queda, aparte de la fuerza? Ha estado esperando durante años: trece en el caso del Líbano; veinte en el de los territorios ocupados.

Este argumento nos suena. La única diferencia entre este y el que hemos oído en alguna otra ocasión está en que Saddam Hussein podía decir, sin temor a equivocarse, que las sanciones y las negociaciones no se pueden poner en práctica porque los Estados Unidos lo impiden. George Bush no podía decir lo mismo, dado que, en su caso, las sanciones parece que sí funcionaron, por lo que cabía pensar que las negociaciones también darían resultado: en vez de ello, el presidente americano las rechazó de plano, diciendo de manera explícita que en ningún momento iba a haber negociación alguna. ¿Alguien vio que en la prensa hubiera comentarios que señalaran la importancia de todo esto? No, ¿por qué?, es una trivialidad. Es algo que, de nuevo, un adolescente que sepa las cuatro reglas puede resolver en un minuto. Pero nadie, ni comentaristas ni editorialistas, llamaron la atención sobre ello. Nuevamente se pone de relieve, los signos de una cultura totalitaria bien llevada, y demuestra que la fabricación del consenso sí funciona.

Solo otro comentario sobre esto último. Podríamos poner muchos ejemplos a medida que fuéramos hablando. Admitamos, de momento, que efectivamente Saddam Hussein es un monstruo que quiere conquistar el mundo —creencia ampliamente generalizada en los Estados Unidos—. No es de extrañar, ya que la gente experimentó cómo una y otra vez le martilleaban el cerebro con lo mismo: está a punto de quedarse con todo; ahora es el momento de pararle los pies. Pero, ¿cómo pudo Saddam Hussein llegar a ser tan poderoso? Irak es un país del Tercer Mundo, pequeño, sin infraestructura industrial. Libró durante ocho años una guerra terrible contra Irán, país que en la fase posrevolucionaria había visto diezmado su cuerpo de oficiales y la mayor parte de su fuerza militar. Irak, por su lado, había recibido una pequeña ayuda en esa guerra, al ser apoyado por la Unión Soviética, los Estados Unidos, Europa, los países árabes más importantes y las monarquías petroleras del Golfo. Y, aun así, no pudo derrotar a Irán. Pero, de repente, es un país preparado para conquistar el mundo. ¿Hubo alguien que destacara este hecho? La clave del asunto está en que era un país del Tercer Mundo y su ejército estaba formado por campesinos, y en que —como ahora se reconoce— hubo una enorme desinformación acerca de las fortificaciones, de las armas químicas, etc.; ¿hubo alguien que hiciera mención de todo aquello? No, no hubo nadie. Típico.

Fíjense que todo ocurrió exactamente un año después de que se hiciera lo mismo con Manuel Noriega. Este, si vamos a eso, era un gángster de tres al cuarto, comparado con los amigos de Bush, sean Saddam Hussein o los dirigentes chinos, o con Bush mismo. Un desalmado de baja estofa que no alcanzaba los estándares internacionales que a otros colegas les daban una aureola de atracción. Aun así, se le convirtió en una bestia de exageradas proporciones que en su calidad de líder de los narcotraficantes nos iba a destruir a todos. Había que actuar con rapidez y aplastarle, matando a un par de cientos, quizás a un par de miles, de personas. Devolver el poder a la minúscula oligarquía blanca —en torno al 8% de la población— y hacer que el ejército estadounidense controlara todos los niveles del sistema político. Y había que hacer todo esto porque, después de todo, o nos protegíamos a nosotros mismos, o el monstruo nos iba a devorar. Pues bien, un año después se hizo lo mismo con Saddam Hussein. ¿Alguien dijo algo? ¿Alguien escribió algo respecto a lo que pasaba y por qué? Habrá que buscar y mirar con mucha atención para encontrar alguna palabra al respecto.

Démonos cuenta de que todo esto no es tan distinto de lo que hacía la Comisión Creel cuando convirtió a una población pacífica en una masa histérica y delirante que quería matar a todos los alemanes para protegerse a sí misma de aquellos bárbaros que descuartizaban a los niños belgas. Quizás en la actualidad las técnicas son más sofisticadas, por la televisión y las grandes inversiones económicas, pero en el fondo viene a ser lo mismo de siempre.

Creo que la cuestión central, volviendo a mi comentario original, no es simplemente la manipulación informativa, sino algo de dimensiones mucho mayores. Se trata de si queremos vivir en una sociedad libre o bajo lo que viene a ser una forma de totalitarismo auto impuesto, en el que el rebaño desconcertado se encuentra, además, marginado, dirigido, amedrentado, sometido a la repetición inconsciente de eslóganes patrióticos, e imbuido de un temor reverencial hacia el líder que le salva de la destrucción, mientras que las masas que han alcanzado un nivel cultural superior marchan a toque de corneta repitiendo aquellos mismos eslóganes que, dentro del propio país, acaban degradados. Parece que la única alternativa esté en servir a un estado mercenario ejecutor, con la esperanza añadida que otros vayan a pagarnos el favor de que les estemos destrozando el mundo. Estas son las opciones a las que hay que hacer frente. Y la respuesta a estas cuestiones está en gran medida en manos de gente como ustedes y yo.